Hace unos días, el director francés Eric Lavaine explicaba en la presentación de su última película Vuelta a casa de mi madre, que había una generación boomerang, la que se había marchado de casa de los padres y se había emancipado, pero que el destino había hecho que en muchos casos volviera a casa. Y el director había plasmado esta realidad en una comedia alocada de una arquitecta que tiene que volver a la casa de una madre maniática, y cómo se va torciendo la convivencia entre ambas.

Más allá del argumento de esta exitosa comedia francesa, me quedo con el concepto generación boomerang porque me siento plenamente identificada con él. A nosotros se nos lanzó a la universidad en una época en qué, al salir de EGB, el mundo se dividía en dos ramas: los que valían, hacia la universidad, y los que no, a la Formación Profesional, una FP básica y que sólo tenía dos grandes ramas: mecánica, los chicos, y administrativo, las chicas. Nuestros padres y madres, de origen humilde y obrero, surgidos del franquismo y la transición, lo dieron y lo fiaron todo a nuestra educación. Después, la realidad nos ha llevado a ir encadenando contrato tras contrato, con hipotecas impagables y con fuertes dificultades para sobrevivir. Mucha gente de esta generación ha tenido que volver a casa a los padres. Y creedme, rallando la cuarentena es complicado recuperarse emocionalmente de lo que significa echar atrás.

En algunos casos, esta generación ha tenido que emigrar y buscarse la vida fuera del país. Recuerdo una castanyada en que en la mesa había más gente en el ordenador conectada virtualmente por Skype que comiendo panellets. Todos, amigos y amigas formadísimos que se habían tenido que buscar la vida fuera y que ahora intentan volver antes de que sea demasiado tarde, antes de que los hijos les nazcan y crezcan en un país extranjero y se conviertan en foráneos para siempre.

Han cambiado las plazas por las instituciones; pero nuestras vidas muchos cambios no han tenido. Y como un boomerang, hemos abandonado las plazas y calles

Esta generación también hemos querido tener nuestro momento político. Para muchos de nosotros, el 15-M tenía que ser nuestra redención. Habíamos crecido bajo la sombra de las luchas antifranquistas y catalanistas de nuestros progenitores y entendíamos que ésta era nuestra revolución. Por fin tendríamos nuestro sitio en la historia. Y, años después, los que decían a todo el mundo que no los representaban, se han convertido en representantes y han cambiado las plazas por las instituciones; pero nuestras vidas muchos cambios no han tenido. Y como un boomerang, hemos abandonado las plazas y calles.

Algunos de esta generación también tenemos nuestras esperanzas en el proceso soberanista. En él vemos una línea roja que no queremos dejar traspasar a nadie: nuestro derecho a escribir nuestras propias reglas del juego. A nosotros, que nos habían regalado la democracia, ahora mismo compartimos todas sus frustraciones y limitaciones. Y no entendemos cómo se nos niega decidir nuestro marco convivencial con quien y cómo queramos.

La Constitución no ha sido nuestra liberación, sino nuestra prisión particular

En los nacidos con la Constitución española que nos creíamos que la vida nos sería más fácil, nos la hemos encontrado ciertamente difícil. Y la Constitución no ha sido nuestra liberación, sino nuestra prisión particular. Crisis sociales perpetuas, con un ascensor social paralizado, siempre se nos había dicho que la historia estaba llena de conflictos pero que había una regla no escrita: que cada generación viviría mejor que la anterior. A eso llamábamos civilización. Pues bien, nos han cambiado las reglas del juego. Y tenemos que ser conscientes de ello.

Volver a casa de los padres y madres. Volver de fuera del país. Volver a votar, pero con sus reglas... Siempre volver y volver, sin encontrar muy bien nuestro sitio en el relato de la historia. Soñamos otro mundo posible. Creímos que estudiando llegaríamos a nuestra Ítaca particular. Y no queremos ser un boomerang.