Una de las cosas que a los padres nos gusta más es proporcionar a nuestros hijos experiencias diferentes. Cuando podemos, hacemos viajes juntos, vamos de excursión, los llevamos al teatro o a un concierto, o vamos a comer a un buen restaurante. Nos parece que la excepcionalidad de unos momentos especiales formará parte de sus recuerdos. Cuando nuestros hijos son pequeños, las experiencias compartidas son más íntimas, como leer cuentos con ellos cada noche, jugar con ellos, llevarlos al parque y columpiarlos, ir andando por la calle de la mano, hacer panellets todos juntos en casa... Pensamos que estos momentos que para nosotros son importantes y que los vivimos con una cierta carga emocional, quedarán así también en su recuerdo, aunque sean muy pequeños. Sin embargo, ¿así es realmente? ¿Recordamos del mismo modo las experiencias las diferentes personas implicadas? ¿Qué alimenta nuestra memoria de las personas, sobre todo cuando son muy jóvenes? ¿De qué materia están hechos los recuerdos? Es una pregunta que yo me hago a menudo.

Si pensáis en cómo y de qué manera recordáis a vuestros abuelos, por ejemplo, es probable que os venga a la cabeza algún hecho intrascendente para la gran mayoría de personas, pero que en aquel momento quedó grabado en vuestra memoria. Con respecto a mí, que tengo una memoria fotográfica, recuerdo personas y hechos del pasado en momentos aparentemente poco relevantes, incluso, puedo decir en qué lugar y muchas veces cómo iba vestida esa persona y qué hacíamos en aquel momento, pero, curiosamente, mis recuerdos personales nunca están vinculados a ninguna experiencia particularmente singular. Me pregunto, entonces, si mi recuerdo de una profesora ―de la cual recuerdo que un día me riñó en clase delante de todo el mundo porque me movía demasiado―, sería el recuerdo que esa persona habría querido que a mí me quedara de ella. Y me parece que no. Id repasando recuerdos. Pensad en algún amigo o amiga del colegio con el que compartíais el día a día de muchos años, y lo primero que os vendrá a la cabeza quizás será aquel día que estabais ensayando una obra de teatro, cómo se colocaba las mallas, o una pieza de música que estabais escuchando cuando hacíais deberes juntas, o que un día te dijo que le gustaba mucho como te quedaba el pantalón. Es muy posible que esta misma persona, cuando piense en nosotros, recuerde una escena totalmente diferente, extraída también de las experiencias compartidas. Quizás nos reímos de él o ella de forma absurda un día, y esta es la escena que le viene primero a la cabeza, en vez de pensar en todos esos miles de momentos que tenéis en común. Me fascina pensar que cada uno de nosotros recuerda los momentos vividos y compartidos de forma tan diferente. Algunos nos llenan de paz, otros nos avergüenzan y muchos son instantes capturados por una mirada, unas palabras o un gesto.

La gente joven hoy en día se puede pasar horas haciéndose fotos. Centenares de fotos hasta encontrar la foto perfecta, la que colgarán para que todo el mundo la vea, porque refleja la imagen con la que quieren ser vistos, en un intento de hacer arraigar la memoria en esta imagen y que se olviden de las otras imágenes diarias que consideran anodinas

Creo que por eso nos gusta hacer fotos, y por eso también las compartimos. Queremos fijar en la memoria de los otros una mirada muy concreta sobre lo que hemos vivido. De tanto mirar una foto, nos la hacemos nuestra en la memoria, le ponemos sonidos y colores, la hacemos mucho más vívida, de manera que puede sustituir en nuestra mente los recuerdos diferenciales. Una foto es, en el fondo, una piedra angular que nos permite construir a su alrededor toda la historia de un recuerdo. Creo que por eso también a las personas mayores les gusta tanto mirar fotos, porque aquella colección de imágenes les permite reconstruir todos los instantes que habían borrado de la mente, y reviven aquellos momentos del pasado de nuevo, con la nitidez del detalle de la foto que muestra el lazo de un vestido, la mueca del niño o de los árboles de fondo. Y lo hacemos con un discurso único, ordenado y uniforme, hasta que sólo nos queda aquella imagen fija, que captura el recuerdo, eliminando todos los otros detalles y momentos compartidos.

La gente joven hoy en día se puede pasar horas haciéndose fotos, cambiando el ángulo, la cara y la pose. Centenares de fotos hasta encontrar la foto perfecta, la que colgarán para que todo el mundo la vea, porque refleja la imagen con la que quieren ser vistos, en un intento de hacer arraigar la memoria en esta imagen y que se olviden de las otras imágenes diarias que consideran anodinas. Instagram está lleno de fotos. Fotos de momentos idealmente perfectos, aunque sean efímeros y la realidad no sea tan bonita ni tan perfecta como nos quieren vender. Nos esmeramos en pretender que la realidad es diferente de la que realmente es y queremos que quede constancia de nuestra manía. Hacemos fotos porque vendemos sueños idealizados que se centran en una imagen sobre la cual construiremos una historia que ni siquiera ha pasado, pero que queremos que impregne lo que hacemos y se fije en el imaginario de quién la ve.

Así que sigo pensando cómo y qué recuerdos impregnan nuestra memoria y la hacen única. ¿Cómo hacemos la selección? ¿Cómo un olor o una voz nos hace rememorar instantes perdidos en la niebla del olvido? ¿Qué recuerdos les quedarán a mis hijos y a la gente que quiero cuando yo no esté? ¿Cómo me recordarán? ¿Será por una foto que encuentren en el momento de volcar las fotos de un móvil a otro? ¿Recordarán alguna de aquellas ocasiones singulares de descubrimiento del mundo diverso que nos rodea que a mí tanto me gusta compartir con ellos? ¿Quizás recordarán cómo los cogía de la mano cuando eran pequeños hasta que se dormían? ¿O las largas noches de verano en el pueblo jugando a cartas? ¿O por el contrario, quizás sólo me recordarán ajetreada en la cocina con el delantal, mientras les digo que hagan los deberes? ¿De qué materia están hechos los recuerdos?