La semana pasada, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, se descolgó con unas declaraciones sobre lo que votaría hoy si se convocara un referéndum para decidir sobre la independencia de Catalunya. A diferencia de cuando se mostró tajante ante la consulta del 9-N de 2014, que se inclinó por votar “sí” a las dos preguntas, en 2017 no está nada claro qué votó. Es cierto que desde el Ayuntamiento de Barcelona se facilitó la celebración del referéndum, como hicieron otros muchos alcaldes del país, pero entonces para Colau, “un voto independentista [podía] ser un mecanismo para forzar el federalismo”. En realidad, estaba admitiendo que su voto el 9-N habría tenido que ser afirmativo para responder a la pregunta de si Catalunya debería ser un Estado y, en cambio, habría tenido que ser negativo a la pregunta de si quería que ese Estado fuera independiente. Sin embargo, en aquel período, del 2014 al 2017, la ola soberanista arrastraba hacia posiciones independentistas a personas que, inicialmente, no compartían la solución. El relato predominante, aunque no significaba que fuera hegemónico, era independentista.

Tras la intervención de la autonomía mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, las bases de Barcelona en Comú decidieron romper el pacto de gobierno con el Partido Socialista en el Ayuntamiento, en una votación más ajustada de lo que parece. Solo 323 votos separaron a los partidarios de romper (2.059 votos, 54,18 %) de los que no estaban a favor (1.736 votos, 45,68 %). La oposición a la represión, más que las convicciones soberanistas de los comunes, hizo que los partidarios de expulsar al PSC ganaran las elecciones. Los años también nos han permitido darnos cuenta de que el entorno mediático e intelectual de los comunes es monolíticamente unionista, ya que la mayoría es extremadamente españolista. Durante la época del PSUC esto no ocurría debido a que, a diferencia de los partidos de extrema izquierda antifranquistas como Bandera Roja —tan influyente entre los teóricos de los comunes—, el partido de los comunistas catalanes se definía como un partido nacional catalán.

Los oportunistas de antes han cambiado de camisa para volver al orden. En su afán de protagonismo, esos tipos justifican cualquier argumento absurdo de unos políticos que han guardado en el cajón los ideales con la intención de conservar a toda costa el poder

En la entrevista que le hizo el programa “Café de ideas”, de TVE, la alcaldesa declaró esto: “Ahora estoy segura de que votaría no”. El argumento a favor del voto en contra en un referéndum es de los que aspiran a nota, sobre todo viniendo de alguien que llegó a la política desde el activismo callejero para cambiar las cosas que el establishment tenía —y sigue teniendo— aseguradas por ventaja social. Ella afirma que la independencia le parece “irreal” y que “no viable a corto plazo”. Que lo ella que desea son “menos fronteras” y que la independencia de Catalunya “no tendría un reconocimiento internacional”. Lo mejor es cuando Colau se atreve a afirmar que está en contra de la independencia “porque estos planteamientos extremos impiden que se progrese en otras cosas”. La alcaldesa, que pone fronteras a los turistas y que protagonizó todo tipo de escraches cuando era miembro de la PAH, hace razonamientos como este, que son tan conservadores que tendrían que sorprender a sus votantes más lúcidos. Lo que me resulta sorprendente es que alguien que en tantas otras cuestiones es extremista se atreva a calificar el independentismo de extremista. No sé por qué, pero cuando escuché las declaraciones de Colau me vino a la cabeza Ramón Tamames y su acercamiento a Vox para presentar una moción de censura contra Pedro Sánchez, que supongo que se coció con el eurodiputado Hermann Tertsch, otro excomunista pasado a las filas de la extrema derecha. Hay muchos personajes como estos dos en la historia universal.

El antiindependentismo conduce a la formación de alianzas que carga el diablo, como la que formó Colau en 2019, cuando se alió con Manuel Valls, disfrazado de liberal, para acceder a la alcaldía la segunda vez. Hace cinco años, cuando aún era posible lograr el objetivo de independizarse, muchos oportunistas de oficio mostraron su verdadera cara. Aplastado el independentismo a porrazos, con prisión y multas millonarias, los oportunistas de antes han cambiado de camisa para volver al orden. En las tertulias radiofónicas y televisivas actuales, muchos de estos personajes celebran el retorno a la “normalidad”, especialmente algunos altos cargos del gobierno Mas y periodistas de la órbita antiguamente convergente que ahora alimenta Esquerra. En su afán de protagonismo, esos tipos justifican cualquier argumento absurdo de unos políticos que han guardado en el cajón los ideales con la intención de conservar a toda costa el poder. Un gobierno patético que ni siquiera sabe utilizar el poder para promover la prosperidad de la ciudadanía y gestionar la autonomía. Lo hace Colau y lo hace Esquerra. Los líderes de ERC piensan como Colau sobre las posibilidades de la independencia. La diferencia entre ella y los republicanos es que los de Junqueras todavía no se han atrevido a reconocerlo públicamente en un congreso de refundación. Tiempo al tiempo, todo llegará. Será cuando los comisarios políticos —activísimos en la defensa de un Junqueras muy criticado— consigan doblegar la resistencia interna. Si ningún grupo político toma medidas para remediar esta situación, y no veo que ninguno lo haga, ni Junts ni la CUP, el independentismo, como escribió François Furet en 1995 en Le passé d’une illusion refiriéndose al comunismo, puede salir por la puerta trasera de la historia. No será por culpa de los votantes independentistas, sino por la cobardía de los partidos que juran defenderlos.