Si hubiera un partido con cara y ojos en Catalunya los temas de debate político y de negociación con Pedro Sánchez serían, por este orden, la inmigración y el catalán. De la inmigración nadie osa hablar en público. En privado todo el mundo parece asustadísimo. De vez en cuando sale algún experto, o incluso algún político de segunda fila, y deja caer en la radio que la situación es muy complicada. Pero no hay ningún discurso de país estructurado, absolutamente ninguno, que marque una estrategia realista. Ni que sea en clave sentimental, como el que Jordi Pujol hacía durante la Transición y en los ochenta. 

La inmigración es un problema para toda Europa, pero para Catalunya puede tener consecuencias desastrosas. Las naciones que tienen detrás un estado se pueden permitir situaciones de riesgo, porque finalmente tienen el recurso de la coerción y de la violencia. Ante las oleadas migratorias que afectan el conjunto de Europa, Catalunya está más desarmada que ante el expolio fiscal y la fuerza demográfica del castellano. Cuando se habla de la inmigración todavía se hace en clave identitaria, como si Franco acabara de morirse ayer mismo, y como si la globalización no hubiera cambiado las dinámicas internas de los países y de las relaciones internacionales. 

De la inmigración, se tendría que hablar con el gobierno de España en términos de recursos y de orden público. Los partidos del procés y sus satélites de irredentos han dejado que el problema se fuera haciendo grande sin ningún escrúpulo mientras hacían demagogia con el sentimiento separatista. La rendición de ERC después del 1 de octubre tenía una base muy mezquina pero también tenía una base realista con la cual se podía hacer alguna política. Los discursos de Pere Aragonès sobre la diversidad y el crecimiento demográfico del país son pura retórica de maestro de instituto. Aun así, Puigdemont y los feministas de la vieja CiU aferrados al "octubrismo” todavía son más tóxicos y más frívolos. 

Es como si no hubiéramos aprendido nada del siglo XX, ni del procés, y todo fuera un sálvese quien pueda o un barco fantasma lleno de marineros con el escorbuto que va directo hacia las rocas

Todo el mundo sabe que la autodeterminación ha quedado quemada por muchos años. Incluso si el PSOE autorizara ahora un referéndum se me hace difícil de creer que ganara la opción de la independencia. No es solo que los partidos de Vichy y los dirigentes que tendrían que liderar los votantes del  hayan demostrado que mintieron de manera sistemática y consciente. Es que no se ven recambios políticos a la vista. La ANC está liderada por una convergente de los gobiernos de Artur Mas. Sílvia Orriols se ha avenido a hacer la caricatura chovinista de los independentistas de primera hora que sufren por el país. Y Jordi Graupera se ha dejado llevar por el clima biempensante de cada momento y por el oportunismo victimista de Clara Ponsatí.

Poco a poco, se va viendo que el mismo fatalismo que nos llevó hasta el 155, y después hacia las comedias del Régimen de Vichy, nos prepara lentamente para las derrotas del futuro. Es como si no hubiéramos aprendido nada del siglo XX, ni del procés, y todo fuera un sálvese quien pueda o un barco fantasma lleno de marineros con el escorbuto que va directo hacia las rocas. El PSOE ha puesto la amnistía y la lengua en el mismo saco para poder mantener el debate político catalán en un marco folclórico, y para disimular que el famoso gen convergente es una tara de la historia. ERC no tiene una idea definida del país y solo quiere gobernar si el mundo de CiU le da permiso y le sirve los restos de la autonomía con bandeja.

Tanto perdonar la vida a Twitter y el poco debate político genuino que queda en Catalunya se hace a través de las redes sociales. En Madrid y en Barcelona, todo el mundo tiene demasiado interés en que gobierne Pedro Sánchez. Unos porque necesitan ganar tiempo mientras agitan banderas patrióticas y los otros porque no se ven capaces de hacer nada sin el apoyo de La Vanguardia, que es un diario que ya solo leen los jubilados y los periodistas. En Catalunya, el conocimiento del catalán podría ser una herramienta integradora, para filtrar la inmigración y para mantener un grueso de ciudadanos comprometidos con el orden y con la democracia. En España podría tener unos efectos regeneradores que nunca tendrán los discursos comunistas.

El castellano, como lengua civilizadora conectada a las leyes del territorio estatal ya no tiene la fuerza de los viejos tiempos porque ya no tiene detrás la violencia de una dictadura y porque se ha globalizado a través del latino de Suramérica y de los Estados Unidos. Dicho de otro modo, la capital de la llamada lengua española en realidad ya no es Madrid. Algún político catalán podría aprovecharlo de manera constructiva, pero todo el mundo parece ocupado repitiendo los mantras del pasado. El debate de la amnistía y de la autodeterminación permite aplicar aquel ideal del Gattopardo de que todo cambie para que todo continúe igual. La normalización institucional del catalán, ahora mismo, tiene mucha más profundidad política y democratizadora porque clarifica, pero el fatalismo parece que no nos dejará aprovechar la oportunidad. 

El país parece un asno dando vueltas a una noria.