El análisis de la propuesta de reforma del Código Penal se ha planteado sobre todo desde un análisis político. Se ha dicho que era un paso adelante y que no se había podido obtener nada más. Para la estrategia política pueden ser razones, pero, para valorar los efectos reales que tendrá, es preciso que analicemos las propuestas de reforma desde los principios y objetivos del derecho penal. En la facultad me enseñaron el primer día que el derecho penal tiene que ser el último recurso para cuestiones que se pueden resolver por otros caminos de solución de conflictos. Así pues, en la reforma veo una acción expansiva del derecho penal que reduce y pone en peligro el ámbito de la libertad de manifestación y, en general, la acción política.

El análisis de la reforma tampoco se puede hacer desde un punto de vista aséptico, sin tener en cuenta las circunstancias del momento y, sobre todo, la voluntad explícita del legislador o la que pone en evidencia el contenido de la reforma de los artículos del delito de desórdenes públicos.

Joan Queralt en su último artículo publicado en este medio tildaba de hacer afirmaciones tanto voluntaristas como incomprensibles a los que criticaban la ley incidiendo en la ambigüedad de ciertos conceptos, que deja a los jueces la posibilidad de interpretarlos de manera sesgada, al considerar que este es el trabajo normal en un proceso penal. Lo decía desde la tribuna de la universidad.

Desde la tribuna de la universidad se hace teoría y doctrina por parte de los doctores, pero en casos como el presente, tenemos que poner los pies en la tierra más que nunca y, sobre todo, sabiendo, como hemos podido ver en los tiempos que van desde los años 2015 hasta hoy, la interpretación que hacen de las leyes los actores de los procesos. Tanto la magistratura, la Fiscalía y también la policía en su tarea de construir atestados.

Lo hemos visto en la sentencia del procés, donde se han introducido conceptos peligrosos creados de nuevo con la única finalidad de aplicar como fuera delitos que no se correspondían con los hechos. Lo hemos visto también con la aplicación general de conceptos indeterminados como la violencia ambiental o aplicando de manera chapucera delitos como el de odio, desobediencia, desórdenes públicos, atentado a la autoridad basado en la tergiversación de los hechos en los atestados policiales y la colaboración entusiasta de la Fiscalía con el solo objetivo de hacer ver que todo lo que representaron las movilizaciones del 1 de octubre y el propio referéndum habían sido un ataque contra el Estado y el principio constitutivo de la "unidad de la nacion española".

No podemos analizar el proyecto de ley que anula el delito de sedición y reforma el delito de desórdenes públicos sin tener en cuenta el entorno judicial que lo tendrá que aplicar

Esta reacción represiva del Estado contra una acción política pacífica del independentismo, se corresponde a una concepción schmittiana de que el Estado tiene que ser fuerte y tiene que poder responder como sea a quien considera como enemigo, que Fraenkel definió como estado dual. Un estado donde convive un estado normativo y uno aplicado a sus enemigos donde prevalece la arbitrariedad. Nos encontramos precisamente en este estado paralelo que actúa de manera efectiva y coordinada y que se basa en la aprobación de leyes ad hoc para llevar a cabo esta persecución, como el proyecto que comentamos, y en la aplicación e interpretación de las leyes vigentes en el sentido del derecho penal del enemigo que definía Günter Jakobs. Interpretando las leyes por parte de los órganos judiciales con la finalidad de criminalizar toda acción que provenga de este enemigo declarado.

Eso no impide que haya resoluciones de jueces que se apartan de este estado arbitrario y las dicten de acuerdo con los principios del estado normativo, como la que se cita en el artículo de Queralt sobre la acción de protesta en la sede del PP, que, desgraciadamente, son golondrinas que no hacen verano.

De todos modos, tenemos que tener presente que esta interpretación arbitraria abarca muchos órganos del Estado, no solo del ámbito penal. Como hemos visto, desde la JEC en relación a la limitación del derecho a la libertad de expresión en el caso de la pancarta del president Torra. Las recientes sentencias del TS interpretando que las universidades no se pueden pronunciar sobre hechos de interés de la sociedad, aplicando un concepto de neutralidad institucional que nos acerca al franquismo. La Agencia Española de Protección de Datos, en el caso de las multas impuestas a Òmnium Cultural y la ANC, o, en otro sentido, encubriendo la acción de la policía en el caso de la elaboración del informe político sobre los 33 jueces que después filtraron a La Razón. También afecta al ámbito de los tribunales mercantiles, como en el caso de la demanda de Foment del Treball contra la campaña de consumo estratégico de la ANC, en el que se la acusaba de hacer una campaña de amenazas e intimidación boicoteando a todas las empresas que no se manifestaran públicamente en favor "de los principios fundamentales" de la entidad independentista. El tribunal de lo mercantil y la Audiencia Provincial de Barcelona aceptaron esta tesis iracunda en la que se basaba la demanda de Foment del Treball a pedir de boca, sin ninguna prueba que lo justificara, poniendo en peligro cualquier campaña de lo que llamamos consumo ético.

Todas estas actuaciones y muchas más que hemos visto y estamos viendo en los últimos tiempos responden a la efectividad de este doble estado que sigue actuando, se supone que hasta que consiga aplastar el movimiento independentista.

Por lo tanto, no podemos analizar el proyecto de ley que anula el delito de sedición y reforma el delito de desórdenes públicos sin tener en cuenta este entorno judicial que lo tendrá que aplicar. Lo primero que yo me he preguntado es ¿por qué damos por bueno que tenga que haber un delito agravado de desórdenes públicos? No he encontrado ninguna otra explicación que la necesidad que tiene el Estado de tener un sustituto de la sedición que le será más fácil de aplicar, que no tuvo en el juicio del procés, en el cual tuvo que clavar el clavo con la cabeza.

Al ser una acción represiva basada en motivos puramente políticos, son extremadamente peligrosos los conceptos genéricos que incluye el nuevo proyecto, que deja la puerta abierta a una aplicación cómoda de los tribunales para penalizar cualquier disidencia que se considere hereje.

Si bien el legislador penal tiene que rehuir siempre que sea posible de conceptos indeterminados, en nuestro caso, teniendo en cuenta la larga tradición judicial, fiscal y policial de un estado autoritario y antidisidentes, todavía es más necesario

Si un tribunal mercantil está dispuesto a ver amenazas e intimidaciones donde no las hay, nos tiene que preocupar que este concepto de intimidación se haya añadido a la nueva redacción del artículo 557. Esta mención, unida al hecho de que la intimidación se haga con la finalidad de atentar contra "la paz pública", nos hace entrar en un terreno pantanoso y más cuando, para que se considere un acto de desórdenes graves, no se exige ningún tipo de violencia.

En el apartado segundo del artículo 557 se describen unos hechos que lo agravan cuando quien cometa desórdenes sea "una multitud que su número, organización y finalidad sean idóneos para afectar gravemente al orden público". Parece un artículo extraído de la sentencia del procés para criminalizar las concentraciones masivas no porque sean violentas, sino porque "intimiden", y que la organización y objetivos sean idóneos para poder afectar gravemente al orden público. Es decir, que no hace falta que se haya producido una alteración del orden público, sino que los hechos sean idóneos para haberlo afectado hipotéticamente. Un delito hecho pensando en las grandes manifestaciones de los movimientos de disidentes y, en concreto, en la concentración de la Conselleria d'Economia del 20 de septiembre de 2017.

El propio preámbulo deja bien claro este objetivo, cuando reconoce que no es necesario que se produzca alteración del orden público, ya que es "un tipo de peligro, que, aunque no exige que el orden público llegue a verse afectado o impedido, sí que requiere que se hayan dispuesto los elementos de una manera adecuada para haberlo puesto en peligro". Y eso se penaliza como circunstancia agravante de tres a cinco años de prisión e inhabilitación especial para cargo público por el mismo periodo. Inhabilitación para expulsar o impedir entrar en las instituciones a las personas de grupos disidentes.

Entiendo que este artículo es un grave ataque a la libertad de manifestación cuando se trate de actos masivos si un juez entiende que el objetivo de la protesta pone en peligro la paz pública, si considera que es un ataque al estado, basándose en conceptos tan imprecisos como la idoneidad o la intención. Esta redacción me recuerda a conceptos que hemos oído hablar en los últimos tiempos, como el ejercicio excesivo de los derechos fundamentales.

El TEDH se ha cansado de decir que la libertad de expresión no incluye solo las expresiones de opiniones placenteras al estado, sino las incómodas y, sobre todo, las que ponen en cuestión el statu quo

También me pregunto por qué tenemos que tener un delito de desórdenes públicos que, puestos a calificarlos, podríamos llamarlos "menos graves", cuando no hay violencia y se hagan acciones de resistencia o de no violencia activa, como medios de protesta ocupando locales o despachos "cuando supongan una perturbación relevante de la paz pública". Es verdad que este artículo existe actualmente, pero se le ha añadido el hecho de que no necesita ni violencia ni intimidación, cosa que lo transforma como nuevo delito contra los actos de resistencia no violentos. Además, se deja claro que si, en la ocupación o en el acto de resistencia, el juez interpreta que hay intimidación, se transforma en un delito de desórdenes públicos graves. ¿Cómo se entenderá la intimidación? ¿Como aquella sensación intimidatoria que causaron los pobres pelotones policiales a los votantes del referéndum o la que se han cansado de repetir los policías en relación a juicios en que se acusaba a la ciudadanía de atentados contra la autoridad con hechos no probados?

Yo creo que, si bien el legislador penal tiene que rehuir siempre que sea posible de conceptos indeterminados, en nuestro caso, teniendo en cuenta la larga tradición judicial, fiscal y policial de un estado autoritario y antidisidentes, todavía es más necesario. Si lo que se pretende es eliminar el delito de sedición y adecuar el tratamiento de los desórdenes públicos a lo que tiene que ser una sociedad democrática en la que tiene que predominar el principio de la libertad de manifestación, tiene queser suficiente con esta supresión.

La creación de un delito de desórdenes públicos agravados no es más que un subterfugio para esconder la inclusión de un nuevo concepto de sedición modernizado que incluye el mismo objetivo de poder perseguir cualquier disidente que se considere peligroso políticamente para el estado. Concepto que supone limitar el derecho de manifestación y de acción política de quien piense que se tienen que cambiar las cosas. Y no solo se criminaliza por actos violentos, que ya se penalizan por el delito de desórdenes públicos, sino para preservar un supuesto derecho del Estado al ejercicio de la violencia sin miramientos contra estos enemigos que defendía Carl Schmitt y que no es justificable en un estado democrático moderno.

El TEDH se ha cansado de decir que la libertad de expresión no incluye solo las expresiones de opiniones placenteras al estado, sino las incómodas y, sobre todo, las que ponen en cuestión el statu quo. Libertad de expresión que comporta la libertad de acción política de quien defiende estas ideas para difundirlas. Parece que volvemos a interpretar los derechos fundamentales incluidos en la Constitución como decía el artículo 12 del Fuero de los Españoles franquista: "Todo español podrá expresar libremente sus ideas mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado".

Al final, el problema de fondo que tenemos no es solo la redacción más o menos acertada de los preceptos legales, sino sacarnos de encima la larga tradición schmittiana del Estado que, partiendo de principios dogmáticos como son la unidad de la nación española, se cree con derecho de aplicar una acción represiva contra los considerados enemigos y en eso está vertida la mayor parte del aparato judicial, fiscal y policial, excepto honrosas excepciones.