Cuando hay que dormir a Olívia, el mejor remedio es hacerlo paseándola con el cochecito arriba y abajo. Cuando lo consigo, me siento en uno de los bancos de la calle y me distraigo. Cuando uno levanta la cabeza del móvil, suceden cosas a su alrededor e, incluso, hay gente que quiere tener una conversación.
Uno de estos días coincidí con un chico que hace poco que ha venido a vivir a Barcelona, Mateo. Él es peluquero y se ha establecido en Sant Antoni. Le pregunté por qué había escogido Barcelona y me dijo: "Por el mar". Me extrañó y me hizo gracia que fuera tan claro. Por supuesto que habló de otros motivos, pero repetía mucho esto de estar cerca del mar. De la luz, del aire, del ritmo, de la manera de vivir en Barcelona. Y pensé que, quizás, este podía ser el comienzo de un nuevo relato.
Barcelona no es solo una ciudad. Es la capital de una manera de vivir mediterránea: la de las ciudades creativas, comunitarias, rebeldes y llenas de vida. Una manera de ser y un estilo de vida que el mundo reconoce y desea. La cultura de calle que dice "buenos días" y pregunta "¿cómo estás?", la diversidad, la creatividad, la arquitectura, la gastronomía, la energía social… Una manera de vivir que debemos proteger y que depende de saber garantizar el equilibrio que nos ha hecho quienes somos como ciudad.
Queremos que esta ciudad tan deseada por los de fuera sea vivible para los que estamos aquí, que el éxito de la ciudad sea compatible con que la gente pueda seguir viviendo en la ciudad, viviendo bien, y que podamos seguir reconociendo su carácter y su identidad. Porque Barcelona es la ciudad de los prodigios precisamente por este equilibrio. Y este es el equilibrio que hay que mantener para que la ciudad siga siendo única y genuina, para garantizar nuestra Barcelona.
Muchos de los que llegan a nuestra ciudad, como Mateo, vienen atraídos por esta esencia. Pero este estilo de vida barcelonés tan envidiado no se entendería sin la fuerza y el alma de tener un país detrás. Porque Barcelona es única porque representa lo que somos, porque es la ventana al mundo de nuestro estilo de vida. Y esto que proyecta la ciudad no es solo barcelonés; existe una manera de ser que se extiende a todo el país. Desde Valls hasta Banyoles, de Palma a las Terres de l'Ebre, pasando por València o Mollerussa.
Barcelona es la capital y la expresión del país que somos y que queremos ser; un país de plazas y sobremesas, de calles con vida, de lengua, comida, música, ironía y comunidad. En definitiva, Catalunya no se explica solo con discursos, sino con vivencias.
Y a lo mejor hoy, cuando el país busca qué puede agruparnos en un sentido colectivo compartido que vuelva a emocionar y representar, este es un hilo del que podemos tirar. No somos una moda, ni un anuncio publicitario, sino un país arraigado a una lengua, a una historia, a un mar de vivencias cotidianas. Somos una manera de estar en el mundo y de vivir. Hoy, cuando volvemos a preguntarnos quiénes somos, el catalanismo debe volver a este origen, a lo que nos hace estar orgullosos de nosotros mismos, a lo que podemos ofrecer. Nuestra manera de vivir puede ser la base para articular un nuevo proyecto nacional que nos vincule en un "nuevo nosotros".
Y para formar parte de un proyecto nacional no existe un solo camino. Pero sí existe una pregunta compartida: ¿cómo quieres vivir? La luz, la calle, el mar, la conversación, los placeres sencillos y los valores arraigados pueden ser catalanidad vivida. Este catalanismo, en lugar de cerrar, invita y conecta. Sin renuncias, sin complejos. Una propuesta cívica, cultural y política que vincule una nueva generación y diversidad de la sociedad catalana en un sentido colectivo compartido. Ahora bien, este estilo de vida al que me refiero y que puede ser el hilo incipiente para articular uno nuevo nosotros, hoy no está garantizado para todos. Y no hablo solamente de los que hace poco que han llegado.
No somos una moda, ni un anuncio publicitario, sino un país arraigado a una lengua, a una historia, a un mar de vivencias cotidianas
Muchos catalanes y catalanas, especialmente jóvenes, han hecho lo que correspondía, han cumplido con lo que se les ha exigido: trabajar, estudiar, y contribuir. Y, sin embargo, no pueden vivir como querrían. Y, por eso, no se construye un proyecto nacional limitándonos a idealizar un modelo de vida, sino que debemos garantizar las condiciones para que sea posible: vivienda asequible, tiempo para vivir, servicios públicos cercanos y de calidad, oportunidades, trabajos con sueldos dignos, fuerza comunitaria, cultura viva, arraigada y compartida.
Hacerlo posible es la obligación central del catalanismo que viene, si queremos construir un proyecto nacional fuerte y transversal. Un país para volver a gustarnos. Y esto pasa por redefinir hacia dónde miramos. Durante demasiado tiempo, Barcelona y el catalanismo han estado atrapados en un espejo: mirando hacia Madrid, reaccionando y resistiendo. Pero el futuro no se construye desde la reacción, sino desde el deseo. Ahora toca mirarnos a nosotros mismos.
Yo misma lo he aprendido en el trayecto que ha sido mi vida. Viviendo en Inglaterra comprendí qué significaba vivir desarraigada. Y viviendo en China comprendí qué significa no reconocerte en el entorno, ni en la lengua, ni en la vida comunitaria. Y también qué se echa de menos: la espontaneidad, la conversación en el mercado, la calidez de los espacios compartidos, el paisaje que hace de puente entre el individuo y la comunidad. Esa experiencia me hizo más consciente de lo que tenemos, de lo que somos, y de lo que debemos preservar.
Porque un proyecto de país que viene no solo se proclama: se vive, se comparte y se construye entre todas y todos. Porque para defender el país hay que vivirlo, hay que amarlo desde la experiencia. Y si se vive plenamente, puede volver a emocionar, convocar y transformar a un país entero. Y es en esta vivencia donde puede volver a arraigar el orgullo. Quizás este estilo de vida del que tanto hablamos, tan barcelonés, tan mediterráneo, sea la expresión de la catalanidad, del alma de tener un país detrás, de nuestra manera de ser.
Y quizás sea un hilo posible con el que empezar a recuperar un país y un sentido colectivo que nos una y que nos identifique. Así como Mateo llegó a Barcelona "por el mar", es este mar el que nos debe seguir llegando a todos: una manera de vivir que conecta, que acoge, que te hace sentir como en casa. Si él encontró un horizonte, también nosotros podemos encontrar futuro. Para volver a encontrarnos y gustarnos como país.