Los periodistas le preguntaron un día a Kennedy si leía muchos periódicos, y contestó que le era incómodo leer notas poco halagüeñas, pero que la prensa era un “arma impagable para su presidencia porque le permitía controlar lo que sucedía en su propio gobierno. “Así me entero de muchas más cosas”, añadió. Kennedy fue también el primer presidente que recurrió con éxito a la televisión para comunicarse con los estadounidenses. Su primera rueda de prensa fue vista en televisión por más de 65 millones de espectadores.

A dos días de abandonar la Casa Blanca, Barack Obama, por su parte, ofreció su última rueda de prensa, que haría la número 165 de sus ocho años de mandato.

Y mucho antes de que Trump declarara a la prensa el peor enemigo del pueblo americano, ya Nixon hizo lo propio, no en público, sino durante una conversación telefónica con Henry Kissinger.

Kennedy-Nixon y Obama-Trump son dos ejemplos de la cara y la cruz de la complicada relación entre los presidentes americanos y la prensa en un país, donde a diferencia del nuestro, los periodistas no han retrocedido ni un milímetro en favor de los políticos en el espacio que les corresponde en una democracia que se precie de serlo.

En España, como en EE.UU., ha habido de todo, pero nunca un jefe de Gobierno que haya salido de La Moncloa sin quejarse amargamente del papel desempeñado por los medios de comunicación durante sus mandatos.

La relación amor-odio entre presidentes y medios ha sido un clásico en nuestra democracia

Si Felipe González cargaba de cuando en cuando con virulencia contra el Abc verdadero y El Mundo, Aznar presumía de haber ganado las elecciones sin haber concedido una sola entrevista al grupo Prisa y Rajoy se jactaba de haber llegado al poder a pesar de una prensa a la que despreciaba. De todos, fue quizá Zapatero, con sus más y sus menos, el que mejor entendió la función crítica del periodismo, el que tuvo más encaje para el vituperio viniera de donde viniera y el que más respeto mostró por el trabajo de los periodistas. Más allá de él, la relación amor-odio entre presidentes y medios ha sido un clásico en nuestra democracia.

Aunque como jefe de la oposición no vivió precisamente una luna de miel con los medios, el contador de Pedro Sánchez como presidente de Gobierno en lo que respecta a este capítulo está a cero. Un par de comparecencias con límite de preguntas fuera de España, una entrevista en la televisión pública, una fugaz conversación en el patio del Congreso, un encuentro en La Moncloa con los corresponsales extranjeros jaleado convenientemente en sus perfiles de Twitter e Instagram… y ni una rueda de prensa en 40 días.

El espacio mediático del nuevo Gobierno lo han ocupado por ahora los ministros, coordinados por una Secretaría de Estado de Comunicación aún en un proceso de aterrizaje. Pero forme parte o no de una meditada estrategia, que Sánchez no se haya sometido aún en 40 días a una comparecencia pública con preguntas de los periodistas para explicar sus objetivos de gobierno es un síntoma, además de un pésimo ritmo para sumar las 165 que protagonizó Obama en sus ocho años como presidente de los EEUU. Y que haya mantenido antes un encuentro con los corresponsales extranjeros que con los cronistas nacionales, una evidencia de dónde están sus prioridades en el tablero político.