1. OTRO “GOLPE DE TIMÓN”. La semana pasada fue movida en Madrid. La derecha, acostumbrada como está a pisotear la democracia, como saben todos los catalanes de bien, quiso obstruir un debate parlamentario utilizando el Tribunal Constitucional. La izquierda, que cuando se vulneró la democracia en Cataluña no movió un músculo —al contrario, se convirtió en cómplice de la derecha y de la extrema derecha—, ahora se escandaliza. El PSOE cada día está más solo porque sus únicos aliados, Unidas Podemos, en realidad no lo son. No comparten ningún proyecto reformista en común. Los aliados de la periferia, visto como lo ven en Madrid, son circunstanciales, necesarios para que Pedro Sánchez siga al frente del gobierno sin subvertir nada. Las antiguas izquierdas independentistas vasca y catalana, lo cierto es que se encuentran atrapadas por su propio engaño. Tienen que seguir manteniendo el discurso “separatista” a la vez que apuntalan el poder de un partido que hace todo lo posible por diluirlos en el magma de una izquierda española que, si lo parece, es porque la derecha no es que sea conservadora, es que es directamente reaccionaria. Esquerra Republicana ya cayó en esta trampa en octubre de 1934, cuando Companys promovió una revuelta institucional en Cataluña y ofreció Barcelona a los republicanos españoles para que constituyeran un gobierno provisional en la capital catalana. Ya sabemos cómo acabó aquella “solidaridad” republicana, a pesar de que el independentismo catalán lo haya querido vender como una de las fechas heroicas del calendario nacionalista.

El régimen del 78 se construyó y se aguanta por la conchabanza entre la derecha y la izquierda españolas. Primero entre UCD y PSOE, que en 1983 se propusieron rectificar el pacto constitucional en el que también habían participado la derecha nacionalista vasca y catalana, PNB y CiU, con un “golpe de timón” legislativo. Pactaron impulsar de forma conjunta la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA). Aquel fue el primer intento de poner fin a la distinción que la Constitución había incorporado entre autonomías y nacionalidades y, de paso, invalidar los pactos de la Transición. El TC de entonces, presidido por Manuel García-Pelayo, un excombatiente republicano, apaciguó las ansias centralizadoras de los partidos españolistas y negó el carácter orgánico y armonizador de la norma, declarando inconstitucionales catorce de los treinta y ocho artículos del proyecto de ley. Desde entonces, se han ido sucediendo pequeñas loapas, un proceso que quedó reforzado cuando la UCD fue sustituida por un PP recalcitrante en todos los aspectos, ideológicos y territoriales, y porque el PSOE se fue escorando hacia un nacionalismo español a la vieja usanza. En Madrid, las palabras gruesas y las acusaciones de golpe de Estado —de los unos o de los otros—resuenan en la carrera de San Jerónimo, tanto como resonaron, en septiembre de 2017, en el Parque de la Ciutadella cuando Joan Coscubiela, el dirigente poscomunista, se convirtió en el ariete del españolismo unionista para atacar al independentismo. Mientras en la capital española el TC intenta hundir el parlamentarismo, como ya hizo en Cataluña con la complicidad de los socialistas, los comunes y la derecha y la extrema derecha, treinta y cinco antiguos cargos del Govern entre 2012 y 2017, entre ellos Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Artur Mas, tendrán que ir a juicio ante el Tribunal de Cuentas por la organización del 9-N y el 1-O. La represión no cesa, a pesar de los cantos de victoria de Gabriel Rufián y compañía por una reforma ridícula y ambigua del Código Penal. España es irreparable, mande quien mande, pues la podredumbre del régimen del 78 ha carcomido la democracia.

La mayoría independentista, el famoso 52 %, ya no existe y el Govern se sostiene porque Esquerra entiende la democracia como se entiende en España: un juguete a manos del partidismo

2. LA SUBASTA DE UN REFERÉNDUM PACTADO. Si ya es difícil que alguien pueda reformar España, la Cataluña que nos ha quedado después de 2017 es un hospital de convalecencia. La mayoría independentista, el famoso 52 %, ya no existe y el Govern se sostiene porque Esquerra entiende la democracia como se entiende en España: un juguete a manos del partidismo. No cuentan los votos, porque por lo que parece para sostener un gobierno en minoría solo hay que apelar a la heroica resistencia de los numantinos —o del timbalero del Bruc, si quieren darle un toque catalán—, para ir tirando. Aunque se lo expliques y les señales que en los países de tradición democrática la solución a una crisis como la actual, derivada de la ruptura de la mayoría independentista que ha dejado aislado el Govern, es convocar elecciones, los republicanos no escuchan. En vez de arriesgar y dar voz al pueblo, reaccionan con una arrogancia casi infantil, denunciando a los socios que les han “traicionado” porque decidieron abandonar el Ejecutivo. ¡Qué paradoja! Durante una década han reclamado la celebración de un referéndum para que el pueblo decida, y cuando tendrían la oportunidad de hacer que el pueblo decidiera de verdad qué vía avala para avanzar hacia la resolución del conflicto, entonces Esquerra se esconde e impide convocar elecciones. Tienen miedo de perder el poder, o bien, que es lo que parece, están esperando a que Junqueras sea rehabilitado y pueda concurrir en las próximas elecciones autonómicas. Todo ello refleja una crisis política que puede llevarse a Cataluña por delante.

Puesto que la realidad es difícil de gestionar, lo mejor es recurrir a las soluciones mágicas. Esquerra ha descubierto la piedra filosofal. La ponencia política del 29.º Congreso del partido de Junqueras, del líder supremo, está íntegramente dedicada a proponer un nuevo referéndum en Cataluña. No me entretengo a especificar los detalles de esa propuesta porque todos ustedes los conocen. Las condiciones son las mismas que se usaron en Montenegro para celebrar el referéndum de separación de Serbia el 21 de mayo de 2006: 50 % de participación y 55 % de síes. En aquel proceso intervino la comunidad internacional, especialmente Javier Solana, el histórico dirigente del PSOE que entonces era el alto representante para la Política Exterior y la Seguridad de la Unión Europea. Él mismo ya dejó claro que la solución jamás podría aplicarse en Cataluña o en el País Vasco. Pero Esquerra insiste y recomienda un imposible, incluyendo una reforma de la Constitución —que también es imposible, pues el PP es imprescindible para conseguirlo— para marear la perdiz. Un déjà vu de mal recuerdo. Si cuando el independentismo se mantenía unido no se pudo vencer la resistencia española, que obtendrá ahora un partido minoritario, con 33 solitarios escaños en el Parlamento y 13 en Madrid. Esquerra quiere volver a “la Europa nos mira” —o nos avalará— de hace cinco años. Es una gran tomadura de pelo. Los republicanos se defienden con una de esas falsas proposiciones que ofenden cuando se usan para contener las críticas. Según los propagandistas republicanos, si ellos han logrado que se reformara el delito de sedición y de malversación cuando el PSOE no quería, también lograrán ellos solitos que los socialistas se traguen este referéndum tan maravilloso. La revolución con batín de seda, como esa quimera que fue romper con España y hacerlo transitando “de la ley a la ley”. El populismo se extiende cuando los partidos hacen “promesas a la ciudadanía teniendo la certeza de que no se podrán cumplir”. No encuentro otra forma de calificar la ponencia política de Esquerra. Cataluña será irreparable mientras estemos anestesiados con propuestas irrealizables de quienes dicen representar al pueblo, aunque, en el fondo, solo aspiran a formar parte de las élites. Mientras tanto, Junts per Catalunya avanza como los cangrejos y vuelve al pasado a todo gas. ¡Qué desconsuelo y qué maltrato!