Para fake news buenas, las de antes, aquellas sí eran una auténtica tomadura de pelo, aquello sí que era auténticamente falso, de principio a fin, y se llamaba NO-DO, te lo encontrabas en el cine. Conocí a una de las montadoras de aquel noticiario, Otilia Ramos, una señora falangista que no expresaba dudas ni mala conciencia. Fue el único adoctrinamiento que he conocido de cerca, el del nacionalcatolicismo franquista, una propaganda tan mal hecha, tan corta de entendederas, elaborada con unos engaños tan baratos, tan delirantes y poco seductores, que todo parecía imposible: te hacía media pena y la mitad de gracia, al igual que las historias de ovnis, las psicofonías o los viajes astrales. Los fachas eran muy pesados y mentían. Y, por extensión, estaban convencidos de que los demás también lo hacían, especialmente los comunistas y los catalanistas, los enemigos declarados de la España que había ganado la guerra pero que se había quedado sin aliados. De ahí que un españolista siempre te dirá que te han adoctrinado, que te han engañado, porque es que él tenía la intención de adoctrinarte primero y ha llegado tarde. Y de ahí también el rumor según la cual todo el mundo tiene envidia de España, todo el planeta no puede soportar la excelencia de España, especialmente el mundo anglosajón, un mundo de piratas, de ladrones, que primero robó muchos de los tesoros procedentes de América y luego aparecieron los yanquis, promoviendo la independencia de Cuba, Filipinas y Puerto Rico.

Se ve que los que hablan inglés, personajes moralmente extraviados, no pueden soportar la enorme contribución civilizadora, cultural y espiritual de la España imperial, y es por eso que se inventaron la famosa leyenda negra española. La envidia es muy mala. De ahí toda esa colección de falsedades sobre la España evangelizadora, y, en especial, la dura crítica sobre el trato que la monarquía española ejerció sobre los indígenas americanos, tal como testimonia Bartolomé de las Casas, defensor de los indios americanos y autor de la célebre Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Desde este punto de vista, la política exterior española estaría orientada esencialmente al expolio internacional de los pueblos más débiles, siempre con el pretexto de la fe. El pueblo español, heredero de la dinámica de la cruzada contra los sarracenos, se caracterizaría así como un pueblo marcadamente cruel, intolerante, tiránico, oscurantista, vago, fanático, avaricioso y traidor. Siempre con un buen pretexto para hacer la guerra a pueblos tecnológicamente inferiores para esclavizarlos después. Pueblos inferiores y bárbaros, como ha argumentado recientemente Santiago Abascal, el jinete electoral. Tan bárbaros e inhumanos que practicaban el tabú del canibalismo.

El dato de la antropofagia es tan terrible como cierto. Pero ya fue explicado, razonado y rechazado como pretexto para el colonialismo despiadado de España en 1592, por el maestro occitano en lengua francesa Michel de Montaigne -también conocido como Miquèl de Montanha -en sus famosos Ensayos. Montaigne conoce bien la persecución española de los judíos y de otros disidentes del Estado. Es por este motivo que afirma que es mucho menos bárbaro devorar a seres humanos muertos que no devorarlos vivos, como hace la tradición torturadora de la inquisición política española. Los colonos desgarran los tejidos humanos durante los tormentos que se aplican a los indígenas, torturados después de estimular su sensibilidad. A veces son víctimas de los perros que los devoran ante la mirada impasible de los verdugos. Los indígenas americanos son caníbales o pueden serlo, como lo era el pueblo cartaginés que luchaba contra la república de Roma. Hacen sacrificios humanos como los hacían los judíos. Lo demuestra la frustrada muerte ritual de Isaac a manos de su padre Abraham.

El canibalismo de los americanos es el ejemplo perfecto de la extranjería, de la diferencia intolerable que los colonos persiguen para establecer su dominio en América. “Creo -dice Montaigne- que hay más barbarie en comer a un hombre vivo que cuando se come muerto, cuando se desgarra con tormentos y suplicios un cuerpo que aún conserva la sensibilidad, y se le asa a trozos, haciendo que los perros y los cerdos le muerdan y lo maten (como no sólo hemos leído sino que hemos visto y aún tenemos fresco en la memoria, no entre antiguos enemigos sino entre vecinos y conciudadanos y, lo que es peor, con el pretexto de la piedad y de la religión) que cuando se asa y se le come después de que ha muerto”.

Montaigne, con antepasados judíos, casado con una judía, entiende perfectamente que lo que más molesta a los conquistadores españoles es la diferencia, la confrontación con el otro que combaten a través de la tortura. Para eliminarlo para siempre. La racionalidad no es patrimonio de unos y una carencia de los otros. Aunque se confunda la razón con los usos y costumbres, Montaigne no puede dejar de consignar que los europeos superan a los americanos en todo tipo de barbaries, en todo tipo de crueldades que sólo persiguen la apropiación de unas tierras que no les pertenecen y la confiscación de los bienes de los indígenas. El Nuevo Mundo es destruido a medida que se le descubre. Y se descubre a medida que no se le entiende. El bárbaro es el humano que no somos capaces de comprender desde nuestro complejo de superioridad. Y destruyendo al indígena el europeo pierde su dignidad, porque pierde el respeto por la condición humana. Fíjense si es importante el pensamiento de Montaigne sobre los caníbales que hoy todavía es uno de los fundamentos ideológicos del derecho internacional. Uno de los principios fundadores de este derecho es el rechazo a la tortura del indefenso. La tortura es degradación del torturador. Por si fuera poco, el filósofo se acuerda de Alejandro Magno y de su manera de conquistar nuevos territorios. Otra colonización sería posible en América, con la misma actitud de respeto y de admiración que el rey macedonio tenía por el imperio persa que acabaría gobernando. Alejandro tiene una enorme curiosidad por los territorios que caen en sus manos, un enorme respeto que no encontramos en la mirada española en América. El gran rey concibe la civilización como una manera rotunda de poner límite a la inhumanidad de los humanos.