La perspectiva de unas nuevas elecciones autonómicas ha acabado de enloquecer el clima político. La Generalitat es una pieza decisiva en el plan de restauración diseñado por la Zarzuela, el puente aéreo y la Moncloa. Un resultado equivocado haría tambalear los esfuerzos que el Estado ha hecho en los últimos años para secuestrar a los políticos y convertir las instituciones en su particular trinchera patriótica. 

Las elecciones están pensadas para que ERC y JxCat puedan volver a pactar liberados de la presión que el recuerdo del 1 de octubre y la arbitrariedad de la justicia española han ejercido sobre sus líderes. Como ya avancé cuando fue investido, la función de Quim Torra era hacer ver que intentaba aplicar el 1 de octubre y no podía. El desprecio con el que lo trata La Vanguardia me hace pensar que, a pesar de las quinielas, es el candidato preferido del sistema.

El PSC ya ha dicho que no va a investir a ningún presidenciable de ERC, y Ciutadans y PP parecen dispuestos a refundar el ultranacionalismo español de Vidal Quadras que Josep Piqué intentó liquidar. Torra es ideal para replicar los debates de los años ochenta y noventa sin el contenido histórico explosivo que minó el prestigio de la Transición. La única manera de restaurar la autonomía sin que se vuelva un peligro es convertirla en una sátira o una reserva india. 

Ahora mismo solo la aparición de nuevos partidos independentistas podría estropear la estrategia española. Puigdemont ya está amortizado, a pesar de que siempre hay la posibilidad de que se trague el movimiento de primarias, como se tragó el referéndum, con la alegría de estos perritos que los ladrones matan con pelotas de carne envenenada. El FNC también pone en evidencia que JxCat y ERC son dos caras de los mismos intereses, pero es un partido demasiado indómito.

El poder excepcional que Pedro Sánchez ha dado a su director de gabinete para que controle a los ministros recuerda al tipo de autoritarismo blanco que va emergiendo en España. Cuando Europa todavía era un oasis, leí que los herederos de Goebbels volverían disfrazados de demócratas respetables con americana y corbata. Tiene gracia, pues, que el fascismo se haya convertido en el chivo expiatorio de la unidad de España ―igual que el terrorismo en los años de autonomía, o que el comunismo en tiempo de Franco.

El nuevo antifascismo es como este libro que Marta Pascal publicará y que, si estoy bien informado, se titulará Perder el miedo. La flexibilidad de las palabras y los discursos es un misterio, en democracia. Sabemos qué capacidad deshumanizadora tiene la propaganda en los regímenes dictatoriales que aplican abiertamente la violencia, pero todavía no sabemos cuál es el punto de no retorno de la retórica en un estado democrático. 

Supongo que, a diferencia de los ingleses, que son irreductiblemente empíricos, acabaremos por averiguarlo.