Hasta no hace mucho, el marco mental que dominaba la comunicación política en Catalunya todavía partía de aquel eslogan que hizo famoso Jordi Pujol según el cual el trabajo bien hecho no tiene fronteras. El eslogan era perfecto para los intereses autònomicos. Quitaba importancia a la nación y a la vez alimentaba la vanidad de los catalanes haciéndoles creer que podían relacionarse directamente con el mundo, sin enfrentarse ni a su historia ni a su supeditación a Madrid. 

Todas las victorias de la malla convergente se han basado en la idea redentora, entre totalitaria y protestante, de que el trabajo y la dedicación solucionan cualquier problema. El gobierno de los mejores de Mas, las manifestaciones sin papeles en el suelo, la fiesta noucentista del 9-N, incluso los discursos de Puigdemont explotaban la fantasía de que los catalanes podían conseguir todo aquello que se propusieran con la condición de que hicieran “las cosas bien”. La resistencia de un paradigma tan absurdo da la medida de la violencia moral ejercida por los chicos de las corbatas pagadas con el presupuesto. 

Como que la idea de “bien” venia marcada por Madrid y por el imaginario autonomista, ERC solo podía desafiar a CiU cuando el PSC le daba un barniz institucional a través de pactos políticos o de fichajes estéticos como el de Ernest Maragall. Las leyes de desconexión que el Parlamento aprobó para legitimar el 1 de octubre también se hicieron bajo la influencia de esta concepción vasalla. Sin la carraca legalista española que le iba asociada, el referéndum se habría convocado bajo el amparo de las leyes internacionales y de la misma Constitución de 1978.

Si la España autonómica ha quedado herida de muerte no es solo por la aplicación del artículo 155 y por la utilización que los políticos de Madrid han hecho del Tribunal Constitucional. Después de las capuzas perpetradas por el gobierno de Junts pel Sí, los políticos convergentes tuvieron que virar con demasiada fuerza hacia el victimismo, para poder disfrazar sus mentiras y competir con ERC. Pronto, la idea del trabajo bien hecho, que había dado tanto margen retórico a la política, y que había mantenido pacificada la colonia dentro de una cierta dinámica productiva, empezó a descomponerse a gran velocidad. 

La victoria de Puigdemont en las elecciones convocadas por Rajoy fue mal leída por los convergentes, educados en la seguridad de que son más listos y más eficaces que ERC y, en definitiva, que están más preparados para hacer “el trabajo bien hecho”. Puigdemont había mentido igual que Junqueras, y sus numeritos podían ofender tanto o más el sentido del ridículo de los catalanes. Sencillamente, la resistencia del president a dejarse cazar por la policía española dio a su martirologio un sentido más práctico que las cartas capellanescas del líder la ERC. 

Cuando has vendido tu libertad, gestionar la colonia desde un despacho, desde el exilio o desde la prisión no es tan diferente, pero entregarse a los españoles, como hizo Junqueras, era lo más inteligente, en la lógica de hacer las cosas bien. Después de hacer el indio unos meses, Puigdemont autorizó la investidura de Quim Torra, un hombre que se mueve entre el perfil ejecutivo de Mas y el redemptorismo martiriológico de Junqueras. Puigdemont ofrecía así a la malla convergente la carta de un diálogo imposible con Madrid que tenía que servir para limpiar la imagen de zafiedad que su gobierno había transmitido. 

El inicio del juicio-farsa y la convocatoria de elecciones españolas ha destruido definitivamente el paradigma moral establecido por el pujolismo. Enterrada la comedia del pactismo por el mismo gobierno del PSOE, los republicanos están en una posición inmejorable para conquistar las migajas del poder autonómico que ha dejado el 155. En el ambiente de victimismo imperante, mientras la disputa sea entre mentirosos, Junqueras siempre ganará la carrera de los mártires. 

ERC había representado tradicionalmente a los catalanes que no se habían querido adaptar a los pactos de la Transición y ahora es ideal para encarnar la sumisión de Catalunya en la España del 78. Como se vio en la declaración de Joaquim Forn ante el tribunal, el discurso digamos técnico de los convergentes ya solo sirve para certificar que los últimos 10 años han sido un teatro inmenso. Junqueras, más acostumbrado a sufrir y, aparentemente, más dispuesto a pasar unos cuantos años en la prisión, lleva ventaja en el nuevo marco político que se divisa. 

Sin poder, y con poco margen retórico para hacer ver que solo hay una manera de hacer “las cosas bien”, la malla convergente reclama la unidad para intentar barnizar de sentido institucional su incompetencia y su carencia de proyecto. Los ataques a los amigos de Jordi Graupera también son un intento nostálgico de volver a los viejos tiempos, cuando los intelectuales y los políticos más mimados de la España autonómica podían decir aquello que Jordi Pujol soltó después de Banca Catalana: “A partir de hoy, de moral hablaremos solo nosotros”.

Ahora que ERC tiene un clima inmejorable para explotar el victimismo, si el candidato de Primarias Barcelona se aleja de la esfera de relaciones convergente el PDeCAT y La Crida se irán desintegrando y su electorado, que es lo más nacionalista, quedará fuera del control de Madrid, en manos de los impulsores de las consultas, las primarias y del Referéndum del 1 de octubre. Como dicen algunos dirigentes del PDeCAT y del entorno pujolista, el futuro de Convergència es Jordi Graupera. ¿Pero qué pasa si, más allá de las formas superficiales, Graupera no se aviene a ser uno de los suyos?

¿Qué pasa si Graupera no responde a los incentivos y a las trampas retóricas de los padres espirituales del autonomismo, de los esforzados constructores de puentes sobre el río Kwai? ¿Qué pasa si el triplete de amigos que hacía reír a algunos convergentes hace unos meses, cuando la CUP todavía daba miedo, no se disuelve? Para controlar una sociedad, el poder político tiene que tener capacidad de influir también en el sentido de las relaciones, y más en un país ocupado. En cualquier régimen, la libertad empieza a vivir y a morir en el corazón de las personas. Siempre es un honor y un motivo de esperanza ser un error del sistema. Y aún será un mayor honor contribuir a reventarlo.