Los americanos son tan ricos, y tienen una fuerza militar tan imponente, que han decidido comprarse el liderazgo que han perdido, me decía el otro día un inversor de Londres. Vi a Joe Biden sacándose la cartera, dejando la American Express sobre una mesa y preguntando con aquella mala leche descafeinada que tienen nuestros jesuitas: “A ver, chicos, ¿cuánto creéis que nos costaría pasarle la mano por la cara a China? Imprimid los billetes que hagan falta”.

Ya se sabe que los americanos marcan la tendencia mundial y que en las épocas crepusculares las preguntas importantes se intentan responder de manera expeditiva. En el siglo XX, los alemanes y los japoneses nos enseñaron muy bien las limitaciones físicas de la violencia; ahora es posible que los americanos y los europeos nos descubran la pobreza filosófica del talonario. Por ahora, como se trata de imprimir dinero y no de derramar sangre, podemos hablar de antifascismo o, si somos de derechas, de Big Government.

Los castellanos no tienen tanto dinero como los americanos, ni mucho menos un ejército tan temido, pero han entendido el juego y intentan comprarse la unidad de España con los fondos europeos. En Catalunya, cada día cuesta más hablar de política, porque cada día hay menos presupuesto y, por tanto, la vida inteligente en las instituciones cada vez es más pobre; pero en España no están mucho mejor. Pocos tertulianos quieren recordar que Pedro Sánchez y Pablo Casado son los dos políticos más mediocres de todo el conjunto de vocaciones prometedoras que salieron en los mejores años del independentismo.

El Estado intenta disolver la personalidad de Catalunya en una especie de gran mediocridad subvencionada por Europa y solo los chicos de Vox protestan, ni que sea de manera troglodita

A medida que la degradación avanza, los elementos que forman parte del sistema se asemejan cada día más entre ellos. Como la política y el periodismo han quedado reducidos a la paguita, los productos que la vida pública es capaz de generar cada vez son más intercambiables. La semana pasada, por ejemplo, leía aquel delantal que Salvador Sostres escribió en ABC sobre Alexander Golovín y pensaba: “Esto tendría que ir en el Diari de Girona”. Ahora veo que ha entrevistado a Jordi Hereu como si escribiera en La Vanguardia, y que el exalcalde de Barcelona pone la misma cara de lechuga que le criticaba a Quim Torra.

Si mi amigo Sostres ya no sabe de dónde sacar el petróleo y ni cómo distinguir Girona de Madrid, id a leer a Manuel Jabois o al resto de articulistas que hasta hace cuatro días competían para publicar la mejor crónica de política de España. Hoy el columnista más interesante de El País es Jordi Amat y no porque sea la pluma que tiene más talento, sino porque es el único que trabaja y que se siente como pez en el agua en este clima contrahecho. El Estado intenta disolver la personalidad de Catalunya en una especie de gran mediocridad subvencionada por Europa y solo los chicos de Vox protestan, ni que sea de manera troglodita.

Aunque parezca una paradoja, Vox es el único partido que tiene interés en responder a las preguntas que Catalunya ha puesto sobre la mesa. Lo que da miedo de su existencia no es que pueda provocar una repetición de las masacres del pasado, sino que genere una situación en la cual el dinero no tenga bastante fuerza, que no es lo mismo. Si la respuesta de los catalanes a la fundación de Ciudadanos acabó siendo el 1 de octubre, no hay que ser muy listo para entender dónde nos llevará Vox, de una manera u otra.

A la larga, la supuesta autenticidad de Ayuso, o el sentimentalismo reciclado de las mujeres podemitas, no podrá parar el desgaste del simulacro europeísta español, igual que la CUP no ha podido sostener hasta el infinito la comedia procesista. La pregunta es hasta qué punto el dinero de Bruselas va a empobrecer nuestro pensamiento y nuestra capacidad de defendernos. No sé hasta si los espejismos que genera la burbuja de Vichy nos habrán aislado del mundo, cuando el conflicto con España vuelva a estallar.

Pero no me parece una casualidad que el dinero público coja un protagonismo tan totalitario en Catalunya justamente ahora que internet y la tecnología empiezan a transformar algunos cimientos de la economía que nos parecían inamovibles.