Twitter estaba traumatizado ayer por una frase mía dicha en una tertulia de Catalunya Radio que El Periódico utilizó para vender su periodismo mentiroso, sectario y populista. Hablábamos de las políticas que Vladímir Putin está impulsando contra las mujeres y comenté que no se pueden desvincular del pulso que Rusia mantiene con Occidente.

Putin intenta crear un modelo de civilización liderado por Moscú y ataca a los elementos de la democracia occidental que le parecen más simbólicos pero también más débiles e inestables. Ya lo hizo legislando contra los gais y era de esperar que atentara contra los derechos de las mujeres. El hecho de que haya sido una mujer quien ha presentado la ley en la Duma refuerza el argumento de que se trata de una política de fondo identitario.

Todo esto lo conté en mi intervención. La polémica vino a raíz de una frase que decía que, hasta ahora, cada vez que la mujer ha cogido protagonismo el mundo ha entrado en crisis y el poder se ha endurecido. Quizás cuando hablo doy demasiadas cosas por descontadas. Pero ningún contexto es objetivo y, en una sociedad libre y abierta, la comunicación pide que el receptor tenga una voluntad clara de comprender.

La guerra entre la democracia y el autoritarismo que ha desencadenado la crisis de Occidente, y el papel que las víctimas de la historia juegan en este conflicto, es una cuestión que ya traté en el libro Londres-París-Barcelona. He pensado que los perfeccionistas que me insultan quizás querrán leerlo antes de seguir desahogándose, así que he transcrito algún pasaje.

Utilizar el resentimiento de los débiles para debilitar a una sociedad o para deslegitimar a un contrincante intelectual es una práctica tan vieja como la guerra o la prostitución. Por eso los valores liberales son tan importantes en la cultura y en la prensa. Y por eso los escritores de todos los tiempos han aprendido a utilizar a los obtusos y a los fanáticos para promocionarse.

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Después de cenar, Elly ha sacado unas galletas, ha puesto un té a hervir y hemos visto Revolutionary Road. El tema de la película es el drama del amor moderno, la tragedia que se produce cuando un hombrecillo le corta el rollo a una mujer que sueña como un hombre.

La mujer clásica es un vampiro encantador: «Cariño, ¿me dejarás que te chupe la sangre, esta tarde?». Incluso las mujeres más independientes necesitan vampirizar a un hombre, para poder amarlo.

Cuando los roles estaban claros, la vampirización se producía a través de los hijos y eso daba un margen a los hombres. Tolstói vivió atormentado por su mujer, pero le pudo hacer copiar ocho o nueve veces Guerra y paz. Recuerdo a un pintorcillo que me enseñaba su obra mientras la señora exaltaba los matices como si estuviera delante de un Rembrandt; no era ciega, sabía cómo hay que tratar a los hombres.

Revolutionary Road explica la tragedia de una mujer que prefiere su vida a la de sus hijos. El momento clave se produce cuando la mujer coge la obsesión de ir a París y se lo propone al marido como si le hiciera un favor. En esta escena se explica la tragedia del amor moderno. La función reproductiva daba al egoísmo femenino una trascendencia que el egoísmo masculino pocas veces alcanza.

Liberadas de la obligación de tener hijos, no me extraña que las personas más desorientadas que conozco sean mujeres. Amar tu felicidad como una madre ama a sus hijos es un camino trágico seguro. Para soñar como un hombre, hay que ser lo bastante duro para no tomarse los fracasos ni las críticas a pecho. Cuando la mujer supere el proceso de masculinización, quizás saldrá de la crisálida con una feminidad más pura, capaz de liderar la humanidad y de darle un nuevo rumbo.

De momento, la mujer liberada me recuerda muy a menudo a un africano con una ametralladora o a un alemán con una idea. No es razonable exigir todos los derechos de los hombres y pretender mantener los privilegios de princesa. Los hombres sensibles debemos aprender a protegernos del totalitarismo lascivo de la mujer moderna.

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"Haré una predicción: la mujer será junto con China, el Islam y la libertad sexual, el gran tema del siglo XXI. En la universidad cada día hay más chicas. El año pasado di un seminario de doce alumnos en el cual sólo había un chico. Cuando pienso en las consecuencias que tendrá este asalto a la academia, me asusto.

No es que piense: ¿quién cocinará, quién planchará, quién va a tener y a educar a los niños? Todo eso casi ya lo hacen las máquinas. Lo que me pregunto es quién velará por la moralidad. Los hombres tenemos suficiente imaginación para diseñar una estructura y la fuerza que haga falta para imponerla, pero no tenemos el culo lo bastante duro para velarla.

Supongamos que queremos construir la sociedad codo a codo. Un intento ya se hizo en la baja edad media. ¿Y cómo acabó? Acabó con la Inquisición, la liquidación del amor trovadoresco y el establecimiento de todos los elementos tiránicos desarrollados por el Estado-nación.

Otro momento estelar fue la época de entreguerras. La república de Weimar dio a los primeros sexólogos. En los años veinte se publicaron los primeros best-sellers de autodescubrimiento sexual. En las grandes capitales europeas las mujeres empezaron a ir de orgasmo en orgasmo, despues de siglos de sequía. Y bien, ¿cómo acabó la fiesta?

Hoy Maria me decía:

–Vaaaa, para ya. No lo piensas de verdad, lo que dices.

–Lo he pensado mucho– la he repondido.
–Las mujeres de la ilustración evitaban guerras.
–En los salones ilustrados se gestó la Revolución Francesa.
–En África las tribus más prósperas están gobernadas por mujeres.

–Sí, pero no te veo viviendo en África.

–¿Te das cuenta de que me estás diciendo que dieron el voto a las mujeres y vino Hitler? ¡Se podría decir lo mismo de los catalanes y Franco!

Ojalá esta vez sea diferente, pero hasta ahora la fuerza extraordinaria de la mujer siempre ha acabado produciendo una resaca enorme, cuando se la ha puesto en sociedad. Cuando la capacidad de amar de las mujeres se proyecta sin obstáculos, el mundo se desbarata. Las mujeres tienen que aprender a utilizar su fuerza; entender que no pueden amar su vida como se ama un hijo, ni pretender llevar el mundo como se lleva una casa. Los hombres también nos tendríamos que disciplinar y aprender a marcar mejor nuestros límites.

De momento, se nos ve perdidos y me parece que viene una época llena de Di Caprios. Pobre, no me quito de la cabeza su cara de perplejidad al final de la película, es exactamente una cara de Oscar. Sólo me lo imagino superada por la cara que debió poner el pobre amante italiano de Natalia, cuando notó mi consolador de 150 euros entrándole vengativamente por el ano.

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He recibido este correo:
«La chica que te escribe pasa horas tristes. Aunque tiene sentido del ridículo, estos días se detiene a hablar con desconocidos en el metro. No es que se haya vuelto loca, es que en la ciudad en la que vive –que no es una ciudad de su país– no encuentra una válvula de escape más saludable.

Esta chica ya es adulta, pero todavía es estudiante vocacional porque un poco puerilmente quiere comprender el mundo y porque un día se dio cuenta de que estudiar era la mejor manera de tener a la bestia controlada. Primero estudió ciencias, pero no quería vivir cerrada en un laboratorio haciendo experimentos con ratones y también estudió leyes.

Ahora se pregunta si no ha aprendido demasiadas cosas para ser una buena madre. Quiere a los hijos, pero ve que se le ha acabado la vida que hacía y que no lo acaba de digerir. Podría pedir ayuda a las abuelas o alquilar una institutriz, pero se sentiría como una delincuente. La chica que te escribe quiere ayudar a los hijos a hacer los deberes. Le irrita la idea de que pierdan el tiempo tratando de entender conocimientos mal enseñados. Quiere que sus hijos sean personas estables, y eso pide que el afecto y la dedicación no desfallezcan.

Esta chica espera mucho de ella misma y de sus hijos y tiene una familia política admirable que también es muy exigente. Esta chica no puede desahogarse con nadie de la familia. Sus problemas serían considerados banalidades que ya podía haber previsto ante las responsabilidades que tiene su hombre, heredero de una empresa media en uno de los sectores más difíciles que existe.

Supongo que por eso te escribo a ti. Cuando te leo, siempre pienso que eres igual que yo, pero en versión optimista. Quizás –no lo sé– es porque tú eres un hombre.»

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Querida chica triste,
No estés triste. A diferencia de tu marido, que pronto entrará en decadencia, tú todavía tienes unos años dorados para vivir. La vida del hombre es como el pico del Everest, subimos con mucho esfuerzo y bajamos rodando como una pelota. La vida de las mujeres tiene forma de sierra. Las mujeres tenéis dos grandes momentos, la juventud y la vejez.

En tu lugar yo dejaría que tu marido trabajara. Déjalo disfrutar de estos años y te lo agradecerá toda la vida. No sufras tanto por tu carrera, ni sobrevalores la vida bohemia. Yo soy un pobre chico que tiene la suerte de ser feliz a través de cosas muy pequeñas. Si no tengo hijos es porque no he encontrado a una mujer capaz de llenar mis grandes carencias. Aunque parezca lo contrario, los hombres no vivimos más cerca de la vida; más cerca de la vida vivís vosotras que sangráis y que lleváis bebés en el vientre.

Los hombres inteligentes se dedican al poder o al arte porque no pueden parir. Por eso a los genios se les permiten algunas irresponsabilidades, como a las mujeres embarazadas. La mayoría de hombres no valen nada. Y no valen nada por la razón que a ti te hace sentirte limitada, porque no pueden gestar a un hijo en su barriga.

Por lo tanto, no te dejes deslumbrar. Dominar un discurso es fácil. El problema es dominar la vida concreta, tener la paciencia de hacer crecer a una pareja o una criatura. Relacionar ideas es un juego de niños. El mundo intelectual llega a un momento que es un callejón sin salida porque siempre tienes argumentos para todo y pierdes la referencia de la vida, que consiste en hacer de la necesidad virtud y a tomar decisiones injustas y casi siempre dolorosas.

Entonces, si no encuentras nada más que te distraiga, te tienes que inventar una enfermedad o buscarte un vicio, por eso los bares y los hospitales están tan llenos.

Y quizás también por eso los hombres nos morimos más jóvenes.

Yo de ti me animaría.

Abrazos,
Enric

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»–La mujer catalana –me dice Maria, ya un poco pedorra– es beata y provinciana, no ha sido educada para explotar el poder del sexo. Cree que servirse de la cama para dominar a un hombre es de putas. Pero esta es la gran fuerza de la mujer. Te lo digo yo que hablo unos cuantos idiomas y que pasé la tesis doctoral con un cum laude, igual que tú.

»Una mujer nunca deber significarse sexualmente, en público. La mujer, para hacerse respetar, tiene que ir discreta y elegante y, a la vez, tiene que conseguir que el hombre que le interesa vea sólo un gran chocho cada vez que la tenga delante.

»¡La sensualidad es un arte, debe entrar por la curiosidad!

»El problema es que para utilizar el coño con criterio hay que haber visto mundo y hay que haber recibido una buena educación y, como las chicas catalanas somos todavía principiantes, tenemos miedo de que nos llamen prostitutas. En vez de utilizar el sexo para mandar y para ser felices, por inseguridad preferimos llevar los pantalones. Os intentamos dominar abiertamente y, claro, os acabamos traumatizando

»Las mujeres –dice entristeciéndose por su propia reflexión– todavía vivimos a través vuestro, por mucho que vayamos de independientes. Nos vengamos de nuestras inseguridades torturándoos con exigencias que no estáis programados para satisfacer. Os herimos para demostrar que no os necesitamos. Los hombres sois más fuertes –me dice, y me pasa, maternalmente, la mano por la mejilla– pero no te ofendas, os rascáis los huevos como los gorilas; las mujeres somos más sofisticadas, el cerebro nos va más deprisa. Lo que pasa es que estamos obsesionadas en demostrar que somos libres y en vez de ayudaros, os hacemos la vida imposible para llamaros la atención.

»Después nos extraña que los hombres inteligentes os busquéis mujeres cortas. Tú, por ejemplo, ¡olvídate de Natàlia! Tú acabarás con una chica práctica que no te dé problemas. Quizás no serás tan feliz, pero como mínimo no sufrirás tanto. Las mujeres exigimos a los hombres mucho más que no nos exigimos a nosotras mismas. Y los hombres que tenéis una pizca de personalidad o bien acabáis locos o bien nos acabáis mandando a la mierda.

–De todos modos –la he interrumpido– con Natàlia no lo hice nada bien.

–Tú eres un pobre ingenuo! Esa chica jugaba con tu sentimiento de culpa para coger confianza en ella misma e impulsar su carrera. Sí, es un clásico: aprovechamos que la autoestima de los hombres que amáis a vuestra madre pasa por hacer feliz a una mujer, para afirmarnos. Como en el fondo no sabemos qué queremos, preferimos explotar vuestro dolor, que nos da rendimientos inmediatos, que arriesgarnos a haceros crecer.

»Las mujeres, cuando vemos que nuestro hombre está contento, enseguida tenemos miedo de que nos ponga los cuernos. Supongo que nos cuesta encontrar razones para vivir y más ahora, que estamos exentas de la obligación de tener hijos. El vacío que nos ha dejado la libertad hace que la idea de fracasar nos haga pavor y que siempre calculemos la forma de caer de pie. En el fondo a las mujeres ya nos conviene estar un poco discriminadas. Preferimos calentar braguetas que asumir los riesgos de escoger a los hombres por amor, es decir, de ser realmente libres.

Y esta es la confesión de una mujer que tiene dos grandes caprichos: los bolsos de marca y el gin-tonic de Hendrick's –aunque aquí en Londres bebe cerveza, que es mucho más barata y le permite aguantar más tiempo en la barra–.