Después de tantos meses haciéndose el santo, Oriol Junqueras ha sorprendido a la parroquia con una salida de blasfemo en una entrevista en la cual se le preguntaba si había tomado el pelo a los independentistas con sus promesas. Es difícil saber si su respuesta fue espontánea o si es fruto de una estrategia para mantener viva la tensión con España ahora que ERC se ha entregado a las comedias del gobierno del PSOE.

“Y una mierda. Y una puta mierda”, no parece un discurso político muy cristiano ni muy progresista, ni liga nada con el clima de diálogo que Pedro Sánchez y sus monaguillos del puente aéreo intentan imponer en Catalunya. Junqueras se engaña si se piensa que los ataques de indignación lo salvarán del juicio popular ―que no empezará hasta que no salga de la prisión―, pero también se engañan los promotores del nuevo pactismo.

Así como internet da la ocasión de comprobar que el líder de ERC tomó el pelo a sus votantes de manera repetida, gracias al 1 de octubre todo el mundo sabe también que el PSOE y el PP son la misma España con un disfraz diferente. Si Junqueras utiliza la represión de excusa para mantener la ficción que dijo la verdad, Sánchez utiliza el imaginario de Podemos para vestir de novedad el pactismo a punta de pistola que se construyó durante la Transición.

Fuera instintivo o meditado, el arranque de Junqueras parece un intento de evitar verse atrapado en la guerra cultural que el PSOE y Podemos han declarado a la derecha española para construir una nueva hegemonía progresista que incluya a Catalunya. España necesita volver al eje izquierda derecha, y los republicanos molestan más que los convergentes, que siempre podrán ser tratados como una anomalía sentimental regionalista.

En el mapa que diseñan los expertos de la monarquía, ERC tiene que quedar encuadrada en el bloque de las izquierdas españolas, vigilada por el PSOE y Podemos, en plan "no pasarán". Aparte del protagonismo que Madrid da a Rufián, un incentivo importante para arrastrarla hacia al frente populismo es la demonización del FNC, que a la práctica es el partido catalán con una política más antifascista, aunque la propaganda diga lo contrario. 

La demonización del FNC no solo sirve para poner un límite a la radicalización del votante sociológico convergente, y atraparlo en el universo de butifarrada de los presidents Quim Torra y Puigdemont. Sobre todo sirve para dar una salida épica y española a la desilusión del votante republicano, que ha vivido una época delirante con el cambio de rumbo de sus líderes.  

El FNC es un borrador de partido, pero su sentimiento liga perfectamente con la respuesta primaria de Junqueras, “una mierda, y una puta mierda”. Al final el líder de ERC solo ha hecho notar con sus palabrotas que los cálculos sobre los cuales Sánchez y sus adláteres están organizando la nueva España parten de una premisa equivocada que no los llevará a ninguna parte. 

Los estrategas españoles y procesistas parten de la idea que la culpa del crecimiento del independentismo la tiene la campaña del PP y la judicatura contra el Estatut. Junqueras sabe que el crecimiento del independentismo tiene una base histórica más difícil de erradicar que la misma represión española. Por desgracia ni él ni nadie de su partido no lo ha sabido explicar nunca sin que el miedo y los complejos falsearan el discurso y las intenciones de una manera u otra.   

Por eso, a estas alturas, La Razón se puede permitir salir diciendo, como si descubriera la sopa de ajo, que Josep Pla era nacionalista catalán. También por el mismo motivo, los historiadores cercanos a ERC hace meses que no parecen trabajar en otra cosa que no sea atacar a Jordi Bilbeny.