El circo del PDeCAT es la última fase de la destrucción del espacio conservador independentista que empezó cuando Mas se quitó la corbata en el inicio del procés. Los títeres del Estado intenan crear la situación que no pudieron consolidar a principios de los años 80, cuando Jordi Pujol rompió los esquemas al PSC.

Como dice un amigo que se largó a Londres a servir cafés para evitar que se lo tragara el cinismo autonómico, se trata de que los valores que son importantes en el mundo, aquí no valgan nada. Los catalanes de cierta edad recuerdan el desprecio que los progres gastaban por la identidad, la familia, la religión y la defensa de la lengua, en plena guerra fría. 

Entonces, la libertad flamante se utilizaba para pervertir los valores que sostienen a cualquier país. Pujol evitó que la frivolidad que ha destruido el estilo de vida occidental sirviera para desertizar Cataluña después de la dictadura. El independentismo nació del liderazgo que Pujol impuso en el país, pero pronto quedó en manos de los parásitos que había alimentado su hegemonía.

Ahora la situación es más grave, porque la herramienta que España se dispone a utilizar para contener a los catalanes ya no es la libertad, sino la lucha por la supervivencia. Mientras que los partidos se pierden en debates bizantinos, el mundo cada vez se endurece más. Cómo le pasó a Companys en 1939, el processisme pronto será la rémora de un sueño liquidado en toda Europa, y no tendrá herramientas ni prestigio para dialogar con el mundo.

Puigdemont es como el flautista de Hamelín. En vez de dar ejemplo y trabajar para imponer unos valores que permitan al país afrontar el futuro, empuja el independentismo hacia el barranco con melodías folclóricas de indio emotivo. Los chicos de PDeCAT se hacen los duros pero ya solo aspiran a tener un lugar en el partido de orden que los españoles quieren edificar sobre los escombros de Convergència.  

Cuando Alejandro Fernández dice que el proceso ha liquidado los valores catalanes, sabe que el PP no quiere ni puede restablecerlos o fortalecerlos. Des del inicio del proceso, se trataba, precisamente, de liquidarlos con discursos estériles sobre los pobres, las mujeres, los homosexuales y toda víctima de la historia que pudiera ser exprimida para salvar la unidad española.

Mientras Quim Torra ayuda a Madrid a ganar tiempo, Puigdemont reúne, con el cebo de un poder que ya ha perdido, los restos de una época para que España acabe de liquidarla. Se trata de que en el mundo que viene el catalán tenga que elegir entre la supervivencia de su familia y la supervivencia de su país, un poco como pasaba en tiempos de Franco, antes de que Pujol montara su precaria mafia. 

Pujol puso Cataluña en la línea de la historia, mientras que Puigdemont y Torra creen que su salvación personal pasa por volver a cerrar el país en una jaula con palabras amables. Basta repasar la trayectoria de TV3 para ver de dónde venimos y hacia dónde vamos. Basta ver como los partidos del “mundo nos mira” han cerrado el discurso político catalán en los debates hispánicos más penosos. 

En el mundo que viene no habrá lugar para Mandelas y Dalai Lamas, y todavía habrá menos lugar para imitaciones de bazar chino como Puigdemont o como Junqueras. O aparecen políticos cultos, con una idea fuerte de la belleza y del país, o seremos una reserva india, con los problemas psicológicos y antisociales típicos de los sociedades en ruina. 

¿Os acordáis del hermano drogadicto de Pasqual Maragall, y de tantos otros chicos destruidos de familia buena? Pues acordaos porque nadie va a salvarse.