La política catalana ha entrado en la última fase de descomposición, antes de regionalizarse o de renacer de sus cenizas. El estado español ha arrastrado a los partidos procesistas a una cita electoral masiva para liquidarlos a campo abierto y vender sus despojos en el mercado de verano. 

Los editores de La Vanguardia ven cada día más cerca el día en que podrán titular que el independentismo ha perdido la hegemonía en Catalunya. Presionados por los jueces españoles, Junqueras y Puigdemont son como dos gladiadores de circo romano que luchan a vida o muerte en un combate sin esperanza, para ver quién de los dos morirá unos minutos más tarde entre las zarpas de los leones. 

En el fondo, los dos creen que necesitan acabar con el otro para poder justificar sus errores y sus mentiras. Sería más práctico que los dos se pusieran de acuerdo e intentaran emplear las últimas fuerzas que les quedan para hacer daño al enemigo común. Por desgracia, la misma manera de hacer que los ha ido empujando hasta la situación actual, ahora no les permite ni tan solo imaginar otros métodos para superarla.

Como los dos oficiales napoleónicos de Los duelistas, los líderes de ERC y PDeCAT son títeres de un imaginario que los sobrepasa. En la novela de Joseph Conrad, solo el azar impide, una y otra vez, con una terquedad divina, que los numeritos histriónicos de los dos oficiales acaben de mala manera. El estado español hace tiempo que trabaja con la idea de que el independentismo solo puede ser vencido por sus propias payasadas.

La purga que Puigdemont ha hecho en las listas electorales recuerda la remodelación de su gobierno poco antes del 1 de octubre. Entonces, el president exiliado aceptó llenar las conselleries de figuras como Clara Ponsatí o Joaquim Forn, convencido de que el referéndum no se llegaría a celebrar. La idea era que los sectores moderados de PDeCAT pudieran echar el muerto del fracaso al llamado independentismo duro y promover a Santi Vila.

El win win ha costado vidas personales, pero sin aquella remodelación el entorno convergente habría perdido la poca credibilidad que le quedaba y el partido de Junqueras sería ahora hegemónico en Cataluña. Como que la utilización de los presos ha abierto la veda a la explotación descarnada del dolor, Junqueras se defiende de las tácticas convergentes utilizando el feminismo como si fuera un gas mostaza. Como me dijo un hombre de ERC, ”nuestras chicas siempre gritarán y llorarán más que las convergentes”.

Mientras el procesismo se convierte en un páramo sembrado de vulgaridad y de cinismo, el president Mas espera la hora de volver, como si fuera De Gaulle, para poner un poco de orden. Puigdemont acabará entregando los votos de los catalanes identitarios, por el mismo motivo que derrochó la declaración de independencia y mintió prometiendo que volvería. No olvidamos que fue ERC quien tumbó el gobierno de Pedro Sánchez.

A pesar de las teorías de pizarrín, la bajada de nivel de la política autonómica hace indiferente que el unionismo gane o pierda las elecciones en Catalunya. El independentismo solo podrá mantener el pulso con el Estado si las elecciones españolas se tienen que repetir y las primarias hacen unos resultados en las municipales que desestabilicen el sistema de partidos. La CUP, que es una candidatura de soldados, ha visto la jugada y ha desestimado ir a Madrid para concentrar los efectivos allá donde todavía tiene bastante fuerza para mantener abierta la herida y hacerla sangrar. 

Como contaba Antoni Puigverd en un artículo sobre Enric Millo, la fractura social en Catalunya solo existe entre la clase política. Los dirigentes que han llevado el país a la situación actual están enfrentados por odios africanos y solo una cultura democrática de base podrá dar una salida civilizada a la política catalana. Si no, la falta de legitimidad de las instituciones españolas irá disolviendo Catalunya en un Vietnam de posiciones cada vez más grotescas y polarizadas.