Sé que algunos lectores considerarán —y no les faltarán razones— que, vista la coyuntura actual, no deja de ser atrevido, quizás incluso temerario, escribir un elogio de la política. Y creo que es justamente ahora cuando hay que hacerlo, cuando las cosas van mal dadas y el descrédito de la palabra alcanza cotas nunca vistas.

Pero empecemos por preguntarnos, ¿cuáles son las finalidades de la política? En una colectividad determinada debería ser la base que facilitara que los ciudadanos se entendieran más o menos entre sí, y compartieran unos códigos y formas de vivir en común; que las elecciones para puestos de representación se celebraran por sufragio universal; que nadie se eternizara en un determinado cargo; que los cargos fueran ocupados por personas dotadas de méritos y capacidades: que la acción de los poderes públicos se encaminara a la consecución del bien común; que el pluripartidismo, los derechos civiles y las libertades públicas estuvieran garantizadas, y que se aplicara la regla de la mayoría, garantizando al mismo tiempo la protección de las minorías.

De todas formas, las leyes explícitas no son suficientes para hacer de una colectividad una democracia liberal, ni para que la política cumpla los objetivos recién enunciados. Estas leyes hay que activarlas, encarnarlas y vivirlas por obra y gracia de las costumbres democráticas. Y estas costumbres, y la moral que de ellas se deriva, es mejor aplicarlas que predicarlas. Predicadores de la moral democrática hay muchos, y de algunos hemos sabido, a posteriori y con dolor, que eran como los charlatanes de los regeneradores capilares en la conquista del Oeste americano.

El drama es que si no se tiene tradición democrática, todo esto cuesta mucho más de implementar, y, en este sentido, hay que constatar que hoy en día el sentimiento de igualdad y de honestidad democrática básicas parecen haberse agotado. Hay males que se han ido agravando, unos males que se enfrentaban a dos grandes categorías ideológicas y mentales: el elitismo y el populismo. Las élites denuncian una deriva del pueblo hacia la derecha xenófoba, y el pueblo sospecha que las élites se hunden en un globalismo delirante.

Si el pueblo y las élites ya no pueden ponerse de acuerdo para trabajar juntos, la noción de democracia representativa deja de tener sentido. El resultado es una élite que ya no quiere representar al pueblo y un pueblo que ya no está ni se siente representado. Según las encuestas, la de periodista y la de político son las dos profesiones menos respetadas en la mayoría de las democracias occidentales. Se extiende la teoría de la conspiración, que es una patología propia de un sistema social estructurado por el binomio elitismo/populismo y por la desconfianza social.

Las élites denuncian una deriva del pueblo hacia la derecha xenófoba, y el pueblo sospecha que las élites se hunden en un globalismo delirante

En paralelo, hemos asistido y asistimos al aumento de las desigualdades, lo que, añadido al libre comercio indiscriminado, y, por lo que se ve, con reglas variables, ha hecho añicos las clases tradicionales, empeorando las condiciones materiales y el acceso a un trabajo de los trabajadores y de las propias clases medias.

Este desfase electo/electores ha supuesto la aparición de oligarquías 'liberales', donde todo parece igual, pero nada lo es. Formalmente, siguen siendo democracias liberales (sufragio universal, parlamentos y presidentes electos), pero las costumbres democráticas han desaparecido. Las clases con educación superior se creen intrínsecamente por encima, y las élites se niegan a representar al pueblo, que queda relegado a actitudes que se consideran populistas. Sería un error creer que un sistema así pueda funcionar de manera armoniosa y natural.

Además, y más allá de la oposición entre populismo y elitismo, se observa un fenómeno de atomización social, de polvorización de las identidades, que afecta a todos los niveles de la sociedad. Algunos teóricos apuntan a que en una situación de atomización general, de vacío, el Estado gana poder. Resulta lógico. Si la sociedad se descompone en individuos o pequeños grupos, el aparato estatal adquiere una importancia particular. Al desaparecer los estamentos intermedios (iglesias, sindicatos, entidades, ateneos, clubs, etc.) el individuo está solo ante el poder, y tiene las de perder.

El sustrato democrático en Occidente, pues, está gravemente tocado, porque las oligarquías (financieras, económicas, etc.) han ocupado ahora también los mandos de los sistemas representativos, y asistimos a un desmantelamiento de las costumbres democráticas por mor de la eficacia.

Este panorama se ve balanceado por tantas y tantas personas que dedican lo mejor de sí mismos a la acción política. Pienso en tantos alcaldes y concejales, de pueblos y ciudades, que no cuentan las horas para mejorar el bienestar y la convivencia de sus conciudadanos. Les doy las gracias, porque en tiempo de negatividades y de amalgamas, ellos representan el mejor rostro de la política. De una política que necesitamos que vuelva a centrarse en los objetivos indicados al inicio de este artículo.