Aunque parezca mentira, hasta el jueves no empieza la campaña electoral. Hasta ahora, desde hace meses y, en el actual contexto, hasta final de año, estamos en una campaña electoral constante. En la época formalmente preelectoral asistimos esencialmente a una intensificación del intercambio de golpes, cada vez más intensos, entre los partidos y candidatos que se disputan nuestro voto. Hablo esencialmente de Barcelona, que es donde vivo, trabajo y voto. Pero no solamente.

Lo que nos ofrece el panorama es, primero de todo, un pim-pam-pum en un concurso a ver quién la dice más gorda. No quién hace la mayor promesa electoral, sino a ver quién descalifica más contundentemente a los contrarios, como si se tratara de una lucha entre detergentes para ver quién lava más blanco.

Sabemos, por experiencia, que las promesas son contingentes, sea porque son mera propaganda o porque no están suficientemente justificadas en su implementación para convertirlas en mensajes serios y creíbles. El debate no es, pues, entre argumentos, sino entre invectivas mutuas o, si hay suerte, en errores conceptuales con los que los candidatos adornan sus campañas. Ya sea para decir que los coches no contaminan o que con 3.000 euros no se llega a fin de mes —aquí más modestos que Aguirre, que con 90.000 al año no llegaba— o para decir que no es hora de quejas, sino de trabajar; o de ocuparse de cosas que interesen a los ciudadanos. Cosas que cuando se mencionan se dice, suplantando el clásico, aquello de "hoy no toca". De paso se machaca la propia parroquia. Inefable.

Dejando de lado los partidos marginales, por dudosa entidad y cuestionable solvencia política, los grandes, los que aspiran a decidir nuestros futuros, se olvidan que o han formado parte activa de los gobiernos o que gobernaron cuando la corrupción llegó por primera vez. Atacan a sus recientes exsocios o hacen como si no hubieran gobernado nunca, dejando una crisis que ha costado años y años remontar. No producen, sin embargo, mensajes positivos. Este es un rasgo patológicamente común en todos los concurrentes. Quizás es el signo de los tiempos.

Cerraremos o reduciremos el turismo en Barcelona, pero no se dice cómo —recordamos moratorias anteriores que no se pudieron llevar a cabo por el coste faraónico de las indemnizaciones—, ni cómo sustituiremos la aportación del turismo de masas —el turismo o es de masas o no es turismo— al PIB de nuestras ciudades, que tienen una base de ocio internacional primordial. Potenciar un turismo minoritario, de élite, es volver a los viejos tiempos, donde solo unos pocos podían viajar y conocer mundo. No vale derivar el de masas de verdad, el popular, a zonas de recreo dudoso, de urbanismo salvaje, de juego y de oscuras inversiones, con maltrato sistémico a los que trabajen en ellas, con rebajas fiscales para los ludófilos: desgravar el dinero que tiramos. Política fiscal acertada.

A diferencia de otros países europeos, y siempre siguiendo el modelo español, Catalunya está muy desequilibrada, es decir, territorialmente invertebrada. Por una parte, no se puede hablar de ningún problema de Barcelona, de cabeza, si no se hace desde una perspectiva metropolitana a la cual hay que dotar de auténtico poder político y no de pequeñas coordinaciones que muy poco resuelven: ni transporte, ni urbanismo, ni vivienda, ni cultura, ni I+R+I, ni sostenibilidad, de calidad del empleo, ni... Los problemas de Barcelona son metropolitanos y los problemas metropolitanos —es decir, los de unos cinco millones de ciudadanos— son problemas de Barcelona. Las soluciones metropolitanas ni están ni se las espera.

El otro gran problema barcelonés y catalán, que solo una integración cooperativa territorial en red puede intentar paliar, es la desigualdad. La desigualdad es la gran excrecencia de la globalización. Una sociedad tan desigual como la catalana no puede aspirar a ser una sociedad de progreso. No hablo, obvio es decirlo, de igualitarismo o uniformismo social. Hablo de una cosa más profunda y esencial: no podemos permitirnos perpetuar la discriminación que deja en vía muerta a muchos de nuestros conciudadanos, ya sea por renta, formación, género, origen social o geográfico. Una sociedad tan desigual como la nuestra está destinada al fracaso. Está destinada a vivir en guetos comunicados solo por la violencia. No será hoy, ni mañana. Sin embargo, tal como van las cosas, será.

En vez de tuits o frases para epatar a propios y extraños, ¿qué tal un sólido proyecto de futuro, previo un diagnóstico racional y mínimamente ideológico? La enorme fuerza configuradora de nuestros pueblos y ciudades lo puede hacer posible, por poco consenso que haya.