En los momentos de confusión es cuando la estética da pistas más claras sobre los discursos que tienen futuro y los que están condenados a naufragar. Mientras los diarios se hinchan de columnistas que hablan de la postverdad, sectores del país que hasta hace poco defendían puntos de vista aparentemente irreconciliables se encuentran, cada vez más a menudo, hurgando en el mismo cubo de la basura.

Los efectos políticos del 1 de octubre nos recuerdan cada día que la postverdad no existe. Lo que existe es el pánico que la verdad produce en los sistemas decadentes y la tendencia que los hombres tienen a buscar respuestas en el baúl de los recuerdos cuando no encuentran el coraje de afrontar los hechos. A diferencia de los animales, el hombre es capaz de innovar y de levantar mundos nuevos sobre las ruinas. Pero también es cierto que la creatividad a menudo pide grandes dosis de dolor antes de despertarse.

Pensaba en eso leyendo el delantal que Joan de Sagarra publicó domingo intentando elogiar a Manuel Valls. Los argumentos eran tan previsibles y estaban tan sudados que el artículo lo podrían haber escrito Bernat Dedéu o Salvador Sostres en su móvil, durante un viaje en taxi, sólo por el gusto de escarnecer al hijo del poeta antes de ir a cenar o a tomar copas. Después de 40 años de dar lecciones de estilo al pujolismo, resulta que la herencia intelectual de los mejores hijos de Bocaccio se puede destruir en el tiempo que te traen un gin-tonic.

Manuel Valls ha desembarcado en Barcelona como si tuviera que ganar sin bajar del autobús, imbuido de aquella mezcla de impunidad y de superioridad intelectual que gastaba el PSC en los años 80, cuando el catalán medio se lamía las heridas del franquismo, no sabía escribir en su idioma y apenas había viajado. El problema es que Catalunya ha cambiado y que los niños consentidos que traían El País bajo el brazo no tan sólo se han hecho viejos y tienen barriga, es que tampoco han dejado a nadie con capacidad para defenderlos. 

Con el colapso del procesismo parece que también veremos la quiebra intelectual del unionismo. Basta de abrir La Vanguardia para constatar como el faro del catalanismo moderado cada día tiene menos que envidiar, en cursilería y falta de calidad, a los Patufets digitales de la Generalitat. La mezcla de dejadez y de tópicos lacrimógenos que gastan los herederos de la gauche divine parece que quiera converger con la carencia de rigor intelectual que dio la revolución de las sonrisas. 

El miedo a cuestionar la unidad España ha creado un cuello de embudo y, a medida que nos alejamos del 1 de octubre, carceleros y encarcelados cada día parece que estén más cerca. En los años 80 los cálculos y las traiciones tenían un sentido ni que fuera personal: Narcís Serra fue ministro gracias a Tejero y Joan Raventós fue embajador de España en París. En aquel momento, el autonomismo de cartera estaba en la línea de la historia. Ahora parece una prostituta jubilada con nariz de payaso tanto cuando llega barnizado de una retórica unionista como republicana o independentista.