Como Catalunya es un país especial, tiene dos ejes políticos. El común en todas partes y tradicional de izquierda-derecha y el renacido con fuerza de independencia-unionismo. Ninguno de ellos tapa al otro, pero sí que, según la coyuntura, uno resalta más que el otro y eso puede dar lugar a dificultades en el análisis o, más grave, a confundir la realidad, gravedad que llega a su cenit cuando les confunde la realidad con los deseos. Por ejemplo, considerar al independentismo muerto.

Durante la última década, a raíz de la siniestra sentencia del TC, en 2010, sobre el Estatut, el movimiento independentista se ha extendido de manera tal que actualmente compone una mayoría —desmenuzada, pero mayoría— en el Parlament, casi mayoría entre los diputados en el Congreso de Madrid y los concejales en Catalunya. Eso no quiere decir que en estas esferas el unionismo constituya exactamente una mayoría. En efecto, en atención que Podemos tiene una postura intermedia entre sus representantes catalanes y en ningún caso cerrada a plantear la autodeterminación, el unionismo no es hegemónico. Dicho de otra manera: el eje nacional está bien presente en Catalunya y se manifiesta con diverso éxito en la actividad política.

Ahora bien, cuando menos en lo que llevamos de (pre) campaña electoral por las contiendas municipales, la temática independentista apenas ha estado presente. La mayoría de partidos independentistas la ha dejado al margen, algunos como JuntsxCat incluso la han escondido, como si no se presentaran a las elecciones de Barcelona. No deja de ser curioso. I Trias, su candidato, personalizando en sí mismo la candidatura barcelonesa, sí que se presenta y los representa, dado que hace uso de sus créditos electorales en materia de propaganda política. Se podría decir que el independentismo molesta a algunos según cómo y según cuándo. Curiosamente, son los que tildan, fuera del tiempo electoral, de traidores al independentismo a los que no piensan la independencia como ellos.

Este sector, que aparca el independentismo a conveniencia, se podría decir que no lo ve como una estrategia en el ámbito local. Este sector se podría decir que prima, en la lucha en las urnas municipales, el eje izquierda-derecha. Podría ser. De hecho, es lo que parece. Parece que casi sin excepciones —como en el tema de la lengua— el eje prácticamente dominante es este, el tradicional. Basta con oír los debates y leer las proclamas, sin entrar a valorar los contenidos. Este planteamiento podría ser consecuencia de un tópico electoral que dice que las confrontaciones locales están dominadas no tanto por cuestiones ideológicas como por asuntos referidos a las necesidades territoriales más próximas. Un argumento tan válido como otro cualquiera para esconder la pelota.

La pelota que se esconde es la toma del poder. En una democracia, el acceso al poder por parte de los contendientes es el legítimo fin de la contienda política. Los políticos, en representación de los ciudadanos, y los grupos en que integran sus dinámicas, están para llegar al poder y conformar la sociedad de acuerdo con el mandato que obtienen de las urnas. Esta es la finalidad de la política: llegar al poder y ejercerlo según los criterios explicitados en el debate electoral en el sentido más ancho posible.

Pocas opciones reales más allá de la sociovergencia quedan disponibles. Pero llegar a esta alianza deslegitimaría a los fanáticos del independentismo conservador por injuriar permanentemente a quien no piensa como ellos ni en el eje izquierda-derecha ni en el eje nacional

Pocas opciones reales más allá de la sociovergencia quedan disponibles. Pero llegar a esta alianza deslegitimaría a los encendidos del independentismo conservador por injuriar permanentemente a quien no piensa como ellos ni en el eje izquierda-derecha ni en el eje nacional

Por eso no tiene nada de extraño que, salvo victorias en las urnas que posibiliten gobiernos monocolores, los pactos sean la primera consecuencia una vez cerrado el escrutinio. Estos pactos postelectorales, normalmente, pero no necesariamente de gobierno, constituyen un tema central de la misma campaña. En elecciones tan comprimidas como las que parece que vivimos este año en Barcelona, saber qué harán los partidos desde el minuto cero del día 29 de mayo es esencial.

Así aparece un tercer eje electoral primordial: los pactos electorales para llegar el poder. En un primer momento, los partidos, a veces con vehemencia, dicen con quién sí o no pactarán, incluso con quién no se puede pactar. Sería traicionarse a sí mismos, entienden. Algunas de estas manifestaciones son lógicas y pasan por uno o por los dos ejes mencionados. Nada que decir: explícito y coherente.

Pero esta lógica y coherencia se puede ver difuminada desde el punto y momento en que el tercer eje, es decir, el de llegar al poder, es el primordial. Si domina este tercer eje, la coherencia y la lógica desaparecen. Churchill formuló un aforismo que es ya un clásico: la política hace extraños compañeros de cama.

Si miramos lo que se ha dicho sobre, primero con quién no, y después con quién sí que se pactaría, queda claro que, con las perspectivas demoscópicas actuales, pocas opciones reales más allá de la sociovergencia quedan disponibles. Si los números dan, resulta la opción más plausible, afirmada por unos y por los otros, expresa o tácitamente.

Discutible, por contradecir los dos ejes principales de la actividad política, reafirmando el tercero. En todo caso legítimo. Pero llegar a esta alianza, de hecho ya implementada y serena como la mar llana en la Diputación de Barcelona, deslegitimaría a los encendidos del independentismo conservador por injuriar permanentemente a quien no piensa como ellos ni en el eje izquierda-derecha ni en el eje nacional, precisamente por hacer lo que los insalubres críticos anhelan.

Nunca es el momento de repartir los carnés de buenos y malos catalanes. Pero a estas alturas es simplemente ridículo.