Ahora hace un año dormía plácidamente en mi apartamento de Washington cuando, de repente, mi hermano Jota que había venido a pasar unos días, se puso a gritar como un loco. Me ahorraré decir algunas de sus palabras para no comprometerlo. "Tío, despierta, que han entrado en la Conselleria d'Economia". En Washington eran hacia las 3 o las 4 de la madrugada, los gritos me sobresaltaron y lo ignoré. Me tenía que levantar temprano para escribir la enésima crónica sobre las barbaridades de Donald Trump y difícilmente estaba en condiciones de parar a la Guardia Civil desde el apartamento 1021 del 2400 de M street. Cuando hacia las 7am me levanté, ya era la 1pm en Barcelona, y miles de personas se concentraban en la confluencia de la Gran Via con Rambla Catalunya. El teléfono temblaba porque descargaba una tormenta de whatsapps de amigos, conocidos y saludados. Fue la primera vez, más que en las Diadas anteriores, que me sentí mal por no estar. Incluso me disculpé con Jota. "La distancia, a veces, te permite observar mejor la situación en su globalidad, pero también, a veces, te aleja de la realidad", le dije.

Casualmente, aquel día se produjo otro hecho insólito. La sección de Internacional no quería nada aquel día de los Estados Unidos, así que estuve siguiendo los acontecimientos de Barcelona por streaming. Sufrí. Y compré un billete para estar el 1 de octubre.

Ha pasado un año, y he querido estar donde no estaba el año pasado. Había tanta gente que era imposible saber qué pasaba en el escenario, pero los comentarios de la gente eran tanto o más interesantes. "La Fura dels Baus se ha convertido en la fura de los bobos", decía uno que fue bastante aplaudido. Otro llevaba una pancarta sobre Llarena que disculpaba a su madre. De repente me encuentro a Sebas Guirado. Lo conocía de cuando había sido jefe de prensa del PSUC o de Iniciativa per Catalunya, que para el caso era lo mismo. Dejó la política, vive en el País Vasco, pero se siente obligado a venir a Barcelona cuando considera que no se puede desentender.

Tantas peleas que viví entre comunistas y socialistas contra los convergentes y ahora los encuentras en las mismas manis. Como para reflexionar. Trato a Sebas de comunista y río. "Tenemos que ir a todas, los vascos me reprochan que somos demasiado flojos". A continuación me saluda Oriol Tramvia, uno de mis ídolos de juventud. Allí por los ochenta le hacíamos bromas desde la izquierda extraparlamentaria gritando "¡¡¡Oriol Tramvia es del PSUC!!!" y él respondía siguiendo el cachondeo: "Sí, Oriol Tramvia es del PSUC porque el PSUC es más que un club". Se lamenta, pero no mucho, de que ahora lo reconocen más como el hermano de Agustí Pons. Uno fue ídolo, pero el otro ha sido un maestro.

―¿Qué tenemos que hacer?― le pregunto a Oriol.

―Yo estoy dispuesto a hacer todo lo que haga falta― dice.

Enseguida se abre el debate. Interviene Robert, un alto ejecutivo de una multinacional alemana ahora jubilado. "Si los condenan a veinte años, yo estoy dispuesto a coger un fusil".

Eva trabaja en una agencia de viajes por internet de las más populares. "Tendremos que parar el país", dice. "No sé si todo el mundo estará dispuesto", le replico. "Yo estoy dispuesta a aguantar una semana y un mes también si hace falta".

Araceli y Olga se añaden a la idea de parar el país. "Yo si hace falta estoy dispuesta a vivir sin luz, sin gas, sin calefacción, el tiempo que haga falta", dice una de ellas. "Si los condenan, tendremos que abrir las prisiones, no queda otra", dice la otra.

Montse había quedado con sus tres hijas, pero se han hecho de rogar y mientras no llegaban decía: "Lo importante es que estamos unidos. Sólo ganaremos si vamos todos juntos". Cuando las chicas han llegado y he hecho un comentario sobre lo guapas que eran, todos los alrededores de mujeres, incluida la mía, me han reprochado mi "micromachismo". He tenido que disculparme. Y eso que mis hijas me tienen avisado.

Un grupo de hombres llegados de Manresa me interpelan. "Dile a los políticos que escuchen al pueblo". "¿Y qué quiere el pueblo?", pregunto. "Unidad, unidad", responden.

La mani empieza a dispersarse y empiezo a tirar, y desde lejos una mujer dice, "Jordi, no aflojes". Eso es lo que hay.