¿Quieres creerte que ya hace un día entero, que ya es obligatorio que los habitantes de esta pobre, sucia, triste y desgraciada tierra tengamos que ir tapados de nariz y de boca? ¿Con la mascarilla obligada por orden gubernativa? Ayer ni nos reconocíamos por la calle los vecinos de siempre. President Torra lo manda y president Torra sabe harto, todo en orden, que él es hombre sabio, que tiene ojos cubiertos de vidrio de tanto leer papeles. Y president Torra habla con lengua de vida para todos, que eres un rostro pálido, un pobre catalanillo insensato y precipitado, que sólo piensas en la playa, tú, sí, tú, rostro pálido urbano, que ayer se desató una ola de calor del copón, que ayer se hacía muy difícil ir imaginando un agosto con mascarilla, que sólo nos faltaba que nos ahoguen los dos juntos, los dos, el bochorno y la mascarilla. No sé cómo nos lo montaremos. En eso somos iguales que el Govern, que no tenemos ni la más triste idea de qué hacer. Yo ayer fui a la farmacia y descubrí que toda esta historia de las mascarillas que sólo protegen al usuario, o al usuario y a los de fuera, o sólo a los de fuera, todo eso son distinciones espurias. Que no son muy importantes. Seamos sinceros y liberémonos de una maldita vez del complejo, aunque los catalanillos hayamos venido a este mundo a sufrir. La gran distinción entre las mascarillas es la goma.

Vénanse todas estas personas con la mascarilla azul por la calle, con mascarilla barata, a veces incluso regalada, con todos estos tapabocas médicos de color azul turquesa de las mil y una noches. Contemplad todos estos admirables ciudadanos que se relajan y ya lucen la mascarilla azul en el brazo y, mayoritariamente, en la papada, el cuello, creando la ilusión de que vivimos en una sociedad de barbazules. Aquí todo el mundo se baja la mascarilla a la mínima, porque todo el mundo lleva mucho tiempo sin bajarse nada más, y exhibe la nariz y la boca, ya que hasta hacía cinco segundos, eso de ir embozado era cosa de salteadores de caminos, de anónimos, de criminales camuflados. Entrabas cubierto con una simple bufanda y ya saltaban todas las alarmas en la oficina bancaria, que la bufanda no se permitía. Pero hoy tenemos que tener claro que, si nos hemos de decantar, si nos decantamos, debemos seleccionar lo más importante. Una buena mascarilla con una goma sostenible y amigable. Que no se rompa de manera imprevisible y que, sobre todo, no nos corte las orejas de manera subrepticia y constante. La gran diferencia entre las mascarillas es esta, las que hacen daño y las que no hacen tanto, el resto nos da igual. A mí, desde luego, me parecen más oportunas las de bozal de pato, que cuestan unos cuatro euros y pico. Son unas mascarillas blancas que me vende Bruna, mi farmacéutica deontológica. La oreja no queda tan erosionada, la raíz de la extremidad no sufre tanto y no vas con los pámpanos sobresaliendo como una central de datos, como si fueras un armario de tres puertas. La cara no tiene miedo de volver a la antigua moda del perfil, como las espléndidas pinturas del Giotto, mostrando toda la magia auricular. Si te las tocas desde la punta superior, mientras miras las composiciones del gran artista, si las estudias verás que parecen un níscalo recién salido de tierra, un laberinto complejo pero sin ser complicado. Las orejas son la altiva dignidad del estudioso con gafas modernas y la fortaleza de quién está dispuesto a escuchar, porque se ayuda de las manos para llevarlas hacia adelante, para ver qué dicen. Un hombre castigado siempre es un hombre desorejado, un individuo sin cartílagos a ambos lados. La oreja siempre ha sido el límite de la sonrisa, y hoy se nos queda escondida debajo de la mascarilla. ¿Cómo lo hacemos para sonreír a partir de hoy y tirar la caña, a ver? Por eso estoy pensando en visitar una playa nudista si se permite el desenmascaramiento. Qué palabra más poderosa y adecuada ahora mismo. Cuando acabe este encarcelamiento tan pesado.