El mes y medio que queda para las generales nos dará días, tardes y noches de gloria perpetrados por algunos de los candidatos y las fuerzas que les dan apoyo. Veo venir que tendremos tela más que suficiente para ir hablando, incluso bien.

En una democracia deliberativa, los debates tienen que ser la esencia de la confrontación política cuando los pretendientes a ocupar los cargos de gobierno optan en concurrencia pública: con luz y taquígrafos, sí, claro está, y con argumentos contrastables, razonables y razonados, también y sin falta. En otro de sus envites, Pedro Sánchez ha emplazado a Feijóo a seis debates públicos televisados, uno cada lunes hasta el 23-J. En una abertura hábil del presidente, el candidato —sus altavoces, mejor dicho— se ha encogido y ha calificado la propuesta de excentricidad, sin despeinarse. Ayer, con más miedo que vergüenza, aceptó participar en uno solo; menos todavía que Mariano Rajoy, que para eso de debatir era ya tal. El mal nombre de derechita cobarde es el primero que viene a la mente. Recuerda a otra valiente de salón como fue Esperanza Aguirre, que se negó, en las elecciones madrileñas de hace unos años, a debatir en la televisión, porque ya era lo bastante conocida (sic). El miedo cerval a rendir cuentas y en la transparencia del PP lo acredita una vez más como el partido antisistema por excelencia.

Tiene razón, sin embargo, Yolanda Díaz, cuando dice que no vale un debate de hombres. Se entiende de los dos hombres que encabezan la lucha por el poder. Ciertamente, son más candidatos los que compiten, no para acceder a la silla de premier, pero sí a sentarse en una de las del Consejo de Ministros. Por lo tanto, lo correcto —hoy por hoy todavía estamos a tiempo— sería abrir los debates. Mejor todavía combinar debates a dos con debates más plurales. Obama, en su primera carrera presidencial, hizo, si no recuerdo mal, más de 33. No es igual el sistema norteamericano que el español, pero incorporar publicidad, flexibilidad y plena disposición al público, no al propio y cautivo de los mítines, sino a la generalidad de la ciudadanía, no sería un estímulo nada entorpecedor para motivar una participación electoral que, me perdonarán, pero tiene toda la pinta que no será para tirar cohetes. Solo hay que oír a las críticas a la fecha del 23-J que las teles amigas le dedican. Y todavía menos con los corsés reglamentistas actuales a los que los partidos, de la mano de la JEC, nos tienen acostumbrados.

Pasadas las municipales los indepes pactan con quien sea para intentar desbancar a otros indepes, debilitándose más que nada

Hablando de Díaz. Personalmente, de la batalla a la izquierda del PSOE estoy ya saturado: desde encuestas a filtraciones interesadas, los medios van llenos y lo único que rezuma es una batalla personal. La enésima batalla personal madrileña. En efecto, estamos ante una batalla, una más, muy madrileña, dado que fuera de la Villa y Corte, allende de la Puerta de Alcalà, tiene poco sentido. Los periféricos izquierdosos parecen bastante acuerdo entre ellos para presentarse con buenas dosis de unidad solvente.

Hablando de unidad, los partidos indepes se han enredado en otro sainete. Era evidente que en el actual estado de cosas, es decir, de las relaciones institucionales y personales de los diferentes protagonistas y después del baño electoral, que, a estas alturas, se diría que abre más heridas de las que cierra, hablar de cualquier tipo de unidad, por metafórica que sea, como una especie de convergencia —perdón por el término, que hay gente que se ofende— por así decir, o como mucho pactos de no agresión, es una pura entelequia. Diría más: es una pura pérdida de tiempo. Pasadas las municipales, los indepes pactan con quien sea para intentar desbancar a otros indepes, debilitándose más que nada. Otra vez, la política no es el punto fuerte de nuestros políticos, porque no saben combinar los dos ejes políticos en Catalunya. Geometría variable dicen.

Todo, un panorama que, en contra de lo que dice un cántico de las gradas del Barça —felicidades y muchas, por cierto, a las señoras azulgranas por su segunda Champions—, no enamora. Si el panorama no enamora, el cemento de las gradas queda al descubierto y no hay forma de llenar como cabría esperar las urnas.