Guadalajara es la segunda ciudad más grande de México, y con más de 5 millones de habitantes, solo la supera el D.F. con 9,5 millones. Y como todas las grandes metrópolis del país, sufre un desorden existencial que la hace altamente atractiva y depresiva a la vez. Guadalajara, la ciudad que hizo eterna una estrofa de la canción “Me he de comer esa tuna”, escrita e interpretada por Jorge Negrete, ha institucionalizado una violencia que el cantante —murió de hepatitis C en el año 1953— nunca conoció. Aquel México de machos ha dejado paso al país de los narcos y todo gira, incluso las decisiones tomadas por las instituciones elegidas democráticamente, en torno a los caprichos de los señores de la droga. Cuentan que, cuando Jorge Negrete aterrizó en Madrid a finales de los cuarenta y vio la locura que causaba su llegada entre las mujeres, preguntó a los periodistas en tono exclamativo: ¿pero qué pasa, es que aquí no hay machos? Y de machos como él quedan pocos, si no es con una pistola escondida en la entrepierna. 

Las paredes, los postes, las marquesinas están llenos de carteles pegados con la fotografía de los desaparecidos y parece, talmente, que los y las tapatí@s —gentilicio con el que se conoce a los naturales de Guadalajara— vivan habiendo naturalizado unas ausencias que tienen un padre maltratador del que no quieren pronunciar el nombre, como si decir en voz alta el nombre de los amos del cartel correspondiente fuera como jugar a un juego de invocación del diablo. Son normas de supervivencia casi ciega, porque el peligro se encuentra en cualquier esquina. Y mirando los carteles, te das cuenta de la juventud de los desaparecidos, y si preguntas, las respuestas son tímidas, casi todas dichas con un tono de resignación obligada. Lo que pueden decir, susurrando, es que los que no han sido asesinados, ya están muertos en vida. Los narcocorridos están llenos de historias para no dormir.

La vida en Guadalajara, en México en general, vale cuatro duros, y cada vez valdrá menos con las fronteras de EE. UU. convertidas en una puerta de entrada infranqueable a la tierra prometida

La mayoría de los desaparecidos fueron reclutados: las mujeres, como víctimas de las perversiones sexuales de los narcotraficantes y degenerados de alto linaje; los hombres, como soldados de un solo uso. Una vez cumplen la misión encomendada, los matan porque los consideran unos potenciales testigos de unos crímenes asimilados por el sistema. Y allí, convertidos en una fotografía más de un siniestro grafiti urbano, los desaparecidos reviven transformando la ciudad en un cementerio de almas expatriadas. Pasado el tiempo de duelo, solo se llora por los muertos que no han tenido un entierro digno, y Guadalajara sería una tierra empapada si no fuera por unas lágrimas secadas por el miedo. La vida en Guadalajara, en México en general, vale cuatro duros, y cada vez valdrá menos con las fronteras de EE. UU. convertidas en una puerta de entrada infranqueable a la tierra prometida. Muchos de los desaparecidos han sido engañados con la promesa de que una vida mejor es posible en un país convertido en una partida de ruleta rusa. México lindo y querido.

Y por contrapartida, Guadalajara acoge la FIL, la segunda feria internacional del libro más importante del mundo tras la de Fráncfort. Yo había conocido Guadalajara en otras circunstancias y ahora, como escritor, he aterrizado allí para participar en diversos encuentros con compañeros del gremio. Un espectáculo de participación popular que he disfrutado con autores del zoológico literario. Algunos amigos, como Álvaro Colomer y Gabi Martínez, otros conocidos y un pequeño grupo de ni saludados, como pasa en todas las profesiones dominadas por la inseguridad y el egocentrismo mal disimulados. Y del viaje he vuelto a casa con amistades nuevas como la de Adrià Pujol, y con la de Marta Butxaca, Sergi Belbel, Anna Manso y Victòria Szpungber, camaraderías que estimulan el sentido de la vida. La diferencia entre Guadalajara y Fráncfort es que una está abierta a los lectores que sueñan en mundos explicados por otros y la otra es un club privado destinado a los propietarios de la industria del libro.

Pero la FIL de Guadalajara no deja de ser una ficción dentro de una realidad que daría para millones de libros arraigados a la ficción del mal. Dos realidades paralelas. Una vez vuelves o sales del hotel, mejor que lo hagas en un taxi perfectamente acreditado para evitar sustos y convertirte en un muerto o un desaparecido más. Y, si es de noche, las precauciones se multiplican. Y como miembro de un mundo privilegiado que olvidará la realidad de los tapatíos una vez aterrice en Barcelona, uno recuerda a las personas anónimas con las que se ha cruzado dentro de la FIL. Muchos chicos y chicas provenientes de escuelas que pasean por el interior de la feria con la importancia de saber que, sin ellos, los autores no seríamos nada. Y fuera de aquel recinto, todo parece inmerso en una calma placentera, pero lo primero que encontrarás es una ciudad completamente desordenada, civilizadamente caótica y con los carteles de los desaparecidos recordándote que Harry Potter es una amabilidad inventada en el Primer Mundo. A unos cien metros de la FIL, comienzan los barrios de la gente acomodada que sobrevive protegida por barreras de seguridad y vigilantes armados en las puertas de la muralla dispuestos a matar al primer intruso que pretenda usurpar la tranquilidad del privilegio. Y a cien metros de la FIL, también comienzan los barrios de la gente pobre que nutre la supervivencia con la astucia a cambio de unos pesos y del peligro de convertirse en una fotografía más encabezada por un titular, desaparecid@, que nunca merecerá el antónimo, aparecid@.

En Guadalajara, hay que disimular la riqueza —el coche, mejor un utilitario—, pero, contrariamente, en los barrios privilegiados conviven los inductores de este cartelismo espeluznante con vecinos que también sufren la violencia de un entorno descontrolado. Ellos, sin embargo, tienen asegurada una lápida con nombre y apellidos, a diferencia de los parias desaparecidos, los que no pueden disimular la pobreza, gente que te has cruzado caminando por la FIL y que desdibujas tan pronto llegas a Barcelona, la ciudad donde los grafitis son burdas manifestaciones de una democracia ostentosa y agotada.