Cuando éramos pequeños, sabíamos que el verano empezaba cuando los enemigos hacían desfilar a Ana Obregón en bikini por la playa de Mallorca, un acto que pintaba muy hortera pero que tenía un punto de genial, pues convocando a la prensa en un día y hora concretos, la actriz y presentadora madrileña no solo institucionalizó aquello que después se denominaría posado, sino que así se aseguraba de que los paparazzis no le tocaban los cojones durante el resto de la canícula. En Catalunya, como siempre, hacíamos las cosas con un plus de falsía y pretensión estética, y la simbología veraniega pasaba por el suquet de casa de Portabella, una reunión en que el potentado invitaba a su masía de Llofriu a políticos, artistas, escritores, culturetas y parte de la espantosa beautiful people de insufribles barceloneses que durante agosto tenía la indecencia de molestar el bellísimo paisaje de la Costa Brava y a sus habitantes.

Vale la pena repasar algunas fotografías de aquellos antiguos suquets, unos encuentros con que Portabella quiso normalizar la falsa concordia que había cubierto con cemento la Transición española y que después, durante los años noventa, se fueron convirtiendo en la metáfora perfecta de la pax sociovergente con camisa blanca de lino y la piel ligeramente tostada; una cosa muy nuestra, pija pero que no se note mucho que tenemos pasta y todo el mundo a dormir pronto. Catalunya se ha fundado en ilusiones políticas que son como globos fáciles de pinchar, pero en aquel tiempo la mayoría de catalanes se contentaba con pensar que disfrutaba de una élite cultural realmente progresista, a la vanguardia de las tendencias europeas, y de una clase política menos corruptible que la española y que, ideologías aparte, la mayoría de líderes nuestros eran gente a quien podrías dejar las llaves de casa sin sufrir por las plantas.

Ahora la simbología veraniega de nuestra política ha pasado de la falsía del suquet a la fotografía de la paella y las fiestas que organiza Pilar Rahola en Cadaqués o en el exilio. A diferencia de la paz forzada del primer autonomismo, las jaranas de la Pilar siempre se tienen que revestir con una polémica ligera como el aleteo de una paloma perseguida por niños juguetones. Hace unos años fue el vídeo donde se veía a Carles Puigdemont y el mayor Trapero entonando alguna cosa que se parecía el Let it be y este año el arroz ha subido de sal por una fotografía de los 21 integrantes de la paella sin mascarilla, distancia (ni tampoco muy buen gusto al vestir) en que el vicepresidente Puigneró olvidó que representa a los catalanes, lo cual quiere decir que si te has pasado unos cuantos meses amargándoles la vida con restricciones arbitrarias y casi dictatoriales, sería buena cosa no mofarte de ellos con tanta mala maña.

Servidor es un mal catalán porque no brilla en el arte de ofenderse por cualquier nimiedad y, más allá de eso del pobre Puigneró, me ha sorprendido el triste paisaje de un encuentro donde el presidente Puigdemont resulta casi una figura sombría, en el que la mayoría de los asistentes son gente random, carne de FAQS, seres que (a excepción de Toni Comín, que siempre es feliz, como ZP) sonríen con labios postizos conscientes de que la instantánea de Rahola les hará brillar unos días al estrés vulgarizador de las redes y la prensa rosa indepe. En la foto de este año no está Trapero, supongo que porque eso de haber dicho que tenías un plan para detener a una persona que se encuentra en tu misma comida puede originar indigestiones, ni ninguna alma representativa de una institución bandera del país. Sólo pasarela, pantalones cortos y aquellas nauseabundas pecheras que se nos hacen a los machos cuando vamos pasaditos de peso.

Nuestra juventud fue muy feliz; vivíamos en la ilusión olímpica de un país bien hecho, liderado por gente responsable y sin ningún tipo de conflicto cultural soterrado. A medida que descubrimos la farsa de todo, el independentismo tuvo la gracia de regalarnos el poder luchar por un país nuevo que pusiera la propia cultura y la ambición de sus ciudadanos en el centro de la vida. Pues bien, toda esta energía, y toda la ilusión de tanta gente ha acabado con este naufragio, con un presidente que reivindica un exilio y una legitimidad en que ya sólo creen los pocos fantasmas que se acumulan en la fotografía de la paella de casa de Rahola, con esta postura forzada de alguien que, más que en el extranjero, se sabe absolutamente fuera de juego del mundo real. Si la imagen de la casa de Rahola desprendiera poder, ni dios hubiera hablado de distancias o mascarillas; pero de esta foto solo brota parsimonia y tristeza.

Hemos pasado del suquet de Llofriu a la paella de la Catalunya norte. Que cada uno piense las coladas que hemos perdido en este viaje, aunque soy de la opinión de que las ficciones cada vez son más cutres por el simple hecho de que nuestros líderes han rebajado tanto la ambición que incluso la estética se ha acabado resintiendo. Por lo tanto, nuestra primera obligación, de ahora hasta que envejezcamos, será recuperar la belleza. La libertad, quién lo sabe, quizás se podrá volver a avistar un poco después.