Todas las grandes crisis son únicas. La del coronavirus, también. Y de todas las crisis se extraen lecciones que son aplicables a las siguientes. Para la del coronavirus, también. Lecciones sobre la misma gestión de la emergencia y lecciones sobre la recuperación posterior de la economía, del estado de ánimo de la sociedad o de la política.

En este segundo aspecto, tenemos la memoria reciente de la recesión del 2008, de cómo los esfuerzos para retornar la macroeconomía a la senda previa de crecimiento en unos términos nada nuevos nos llevaron a desestabilizar y precarizar millones de microeconomías domésticas y empresariales, con secuelas que todavía perduran.

Tenemos, también, todos los avisos de las grandes crisis globales subyacentes desde hace años y con evidente riesgo de aceleración. Por una parte, conocemos las crisis de insostenibilidad, concretadas en la emergencia climática y la extinción masiva de la biodiversidad, las dos con alarmantes derivadas hacia la inseguridad alimentaria o la proliferación de pandemias. Vivimos inmersos, igualmente, en una profunda crisis política –expresada en el retroceso de los derechos civiles, el cuestionamiento de los valores democráticos, el conflicto de poder entre las instituciones representativas y las grandes corporaciones empresariales, la escisión entre electos y electores, la obsolescencia de muchos esquemas de gobernanza...– y agravada, en el caso de Catalunya, por su insatisfactoria relación con España.

Con todo este arsenal de conocimientos y de expectativas, al plantearnos la recuperación económica después de la Covid-19, no podemos caer en la tentación de pretender que las cosas vuelvan a ser como antes. Este error ya lo cometimos en la recesión del 2008. Además, nos alejaría nuevamente de los grandes desafíos que tenemos planteados como sociedad. No podemos ignorar que, antes de la pandemia, nos conjurábamos en cambiar muchos aspectos de nuestro modelo económico y político.

Es hora pues de emprender las reformas estructurales pendientes, pero no las que anhela la tecnocracia neoliberal sino las que nos tienen que llevar a una sociedad y una economía más sostenibles, más equitativas y más resilientes; en definitiva, una sociedad y una economía en que las personas importen –como preconizaba hace medio siglo E. F. Schumacher.

Si hacemos definitivamente esta apuesta, si pasamos de la retórica de las declaraciones a la acción efectiva, las fuerzas motores de la reactivación tendrán que ser la descarbonización, la circularización, la digitalización y la regulación inteligente.

Con la descarbonización abordamos los retos energéticos y de calidad atmosférica; con la circularización damos respuesta al déficit de recursos y al exceso de residuos; con la digitalización, nos dotamos de herramientas de conocimiento y de gestión que hacen más ágiles y más acertadas las actuaciones y las medidas. Hay mucho trabajo reflexivo y propositivo sobre estos tres ejes, de manera que no hay que partir de cero.

Más allá de los dramas personales y familiares que comporta, el coronavirus también nos da un serio aviso y, con él, una nueva oportunidad para emprender los cambios que sabemos que hacen falta

Todo tiene que blindarse con una regulación inteligente. Eso significa que tiene que existir –la desregulación es desprotección–, pero ni tiene que ser prolija ni intervencionista. De lo contrario, tiene que fijar unas claras reglas del juego, asignar responsabilidades nítidas e insoslayables pero con un margen amplio para que los diferentes actores puedan ejercerlas con autonomía y capacidad de decisión y, finalmente, contar con un sistema de inspección y sanción lo bastante serio y temido para que desanime a infringir estas responsabilidades.

Lógicamente, unas reformas de este estilo necesitan un gran pacto social. Hay quienes hablan de un nuevo plan Marshall. El nombre no hace la cosa y, en todo caso, de aquellas experiencias tenemos que aprender que hacen falta ingentes recursos públicos para hacer reformas en profundidad y que conviene un consenso político basado en la renuncia al protagonismo de las partes. En Europa, lo llamamos más bien Green Deal, una visión con más compromiso de futuro que nostalgia del pasado. Como concepto es más rico: un pacto social, más allá de los actores políticos y económicos y, por lo tanto, pensando más allá de la política o de la economía, sin reeditar los modelos anteriores en que nuestro bienestar ha crecido llevando al límite las capacidades del planeta para sostenernos.

Más allá de los dramas personales y familiares que comporta, el coronavirus también nos da un serio aviso y, con él, una nueva oportunidad para emprender los cambios que sabemos que hacen falta, pero que no encaramos con la intensidad, el alcance y el ritmo necesarios. Ojalá esta vez nos comprometamos de verdad.

 

Damià Calvet i Valera