En Catalunya, conscientes de nuestra historia, del papel que ha jugado la Iglesia y de los clichés que unos y otros arrastramos, una parte de la aversión al catolicismo se explica por la distancia que los catalanes hemos querido poner entre nosotros y la caricatura españolizada de consenso sobre quiénes somos los católicos, qué pinta tenemos y cómo pensamos. Con más o menos motivo, algunos católicos catalanes han desarrollado cierto complejo a la hora de admitirse como católicos para ahorrarse la parte donde el interlocutor quiere averiguar qué tipo de católicos son y en qué grado encajan con la caricatura.

Nuestro país tampoco es España en esto. Catalunya tiene su propia historia con la fe y con la Iglesia, pero los referentes —Torras i Bages, Agnès Armengol, Jacint Verdaguer, Dolors Monserdà, Joan Sales, Francesca Bonnemaison, Antoni Gaudí, Clementina Arderiu, Carrasco i Formiguera, Lluís Duch...— están muertos y, por lo tanto, ya son un mito. La sensación es que los testigos vivos que se dedican a la producción intelectual sobre la cosa son escasos y tienen un perfil bajo, en consonancia con las más o menos ganas que tengan de explicar su relación con la Iglesia, cuando en realidad la guía tendría que ser las más o menos ganas que tienen de explicar su relación con Jesús de Nazaret —y después el resto—. Además, y el otro día me quejaba públicamente de ello, algunos de los grandes pensadores católicos universales contemporáneos no tienen sus obras traducidas al catalán porque aquí no hemos hecho el trabajo. Orthodoxy, de G. K. Chesterton, me llegó en castellano porque me lo dejó una amiga de Madrid y cuando lo busqué en mi lengua, resulta que no existía. Que no existe, vaya. Si queremos pensar a Jesús desde la gran intelectualidad, hoy y en catalán, tenemos que tirar atrás e incluso si tiramos atrás, hay veces que no es posible. Por eso acabamos hablando desde los "valores" y desde "el amor", que son una parte del hecho, pero sin la fe y la Iglesia no son el hecho. El empobrecimiento intelectual puede ser la causa de un apostolado a medias y eso no nos hace ningún favor o no nos hace todos los favores que nos tendría que hacer.

Si queremos pensar a Jesús desde la gran intelectualidad, hoy y en catalán, tenemos que tirar atrás y, a veces, ni así. Por eso acabamos hablando desde los "valores" y "el amor", que son parte del hecho, pero sin la fe y la Iglesia no son el hecho

En este contexto y en una catalanísima estrategia para evitar el conflicto, la Iglesia de Roma en Catalunya se ha ido haciendo pequeña y ha renunciado a jugar su papel en el mundo, a su sello y a su particularidad. Que no se me malinterprete. La Iglesia catalana tiene que tener la particularidad justa y necesaria, es decir, la que respete la relación con su pueblo y la adscripción nacional de sus feligreses y al mismo tiempo se entienda dentro del carácter universal de la institución, que es sólo una. No basta con emocionarnos con alguna homilía sobre los presos políticos en Montserrat, ni con derramar alguna lágrima cantando el Virolai en la parroquia del pueblo. Eso es sentimentalismo y, aunque conviene, a muchos católicos no nos salva ni la rutina ni la lucha diaria cuando a la hora de la verdad, en Barcelona, tenemos que consultar en una app dónde se dicen misas en nuestra lengua. Y cuando hemos encontrado la que nos interesa, resulta que una de las lecturas de antes del Evangelio es siempre en castellano. "Es que Jesús es el mismo en todas partes y la Misa también". Pues claro, pero los feligreses no.

De sus renuncias a nuestros complejos, en el imaginario catalán de hoy, el católico lleva banderita española en la muñeca

En la capital del país, hoy, es más fácil llegar a Dios sin pasar por Catalunya que llegar sin pasar por España. Eso es así porque con un discurso descafeinado y vacío sobre hermandad y paz, una parte de la Iglesia en Catalunya ha renunciado a luchar esta batalla por nosotros. Renunciar a la catalanidad dentro de la Iglesia es renunciar a su diversidad y a su universalidad, es hacerla pequeña y es impedir que a muchos el mensaje de Cristo nos llegue sin filtro, igual que hacemos cuando rezamos. De sus renuncias a nuestros complejos, en el imaginario catalán de hoy, el católico lleva banderita española en la muñeca y los que no encajamos en este perfil somos excepciones.