¿Lo sabíais que podríais vivir toda una vida comunicándoos solamente con proverbios, frases hechas, dichos y/o refranes catalanes? Os haríais cruces de la cantidad de expresiones catalanas que existen; tenemos para dar y para vender, y hoy os lo demostraré.

Supongo que, como yo, hay mucha más gente que siente un amor inmenso por la paremiología catalana. Esto no quiere decir que tengamos la cabeza en Can Pistraus o en la luna de Valencia; todo lo contrario, denota que tenemos una gran sensibilidad por la lengua y que nos toca mucho el ribete toda aquella gente a la que les importa un rábano la diversidad lingüística. Pero no huyamos de estudio y volvamos donde estábamos, que no me gustaría cogeros con los meados en el vientre. El otro día, como quien no quiere la cosa, quise vivir la experiencia de pasar todo un día utilizando solo proverbios, frases hechas, dichos y/o refranes.

Me desperté a las ocho de la mañana, contenta como unas pascuas (esperaba con candelillas encontrarme a la primera persona para charlar un buen rato). Desayuné deprisa y corriendo y salí a la calle con una sonrisa de oreja a oreja. Desgraciadamente, como iba distraída, me tropecé y me di de loros en el suelo, pero, cuando yo meto el cuerno en un sitio, no hay quien me pare, así que me levanté más contenta que una azufaifa —todo el mundo sabe que en esta vida no todo son flores y violas— y, aunque era un manojo de nervios, hice el corazón fuerte e interpelé a la primera persona que encontré.

Pero recordad: «Un goloso engolosado, quién lo desengolosará, un buen desengolosador será. No lo desengolosaré yo, que no soy buen desengolosador.»

Lo cierto es que, inicialmente, no fue coser y cantar, la señora con la que hablaba no tocaba ni cuartos ni horas y yo, llegó a un punto, que ya sacaba humo. Estuvimos un buen rato que no decíamos ni burro ni bestia, así que me puse a cantar —todo el mundo sabe que quien canta sus males espanta—, y la verdad es que fue aceite en una luz, la señora empezó a hablar por los descosidos y yo se las dije de la altura de un campanario. Quien no se consuela es porque no quiere. Mientras mandaba a freír espárragos a la señora, después de que ella meara fuera de tiesto más de una vez, se me acercó un niño, alto como un san Pablo, a hacerme dientecitos con un helado de chocolate. La verdad sea dicha, tuve mucha mano izquierda y, aunque me estaba tocando lo que no suena, me estaba sacando de quicio y me estaba buscando las cosquillas, cogí el toro por los cuernos y le espeté una sonrisa más falsa que la leña de higuera (quien ríe último, ríe mejor). El niño me miró con cara de manzanas agrias y lamió el helado como si le fuera la vida. La verdad es que me sentí algo culpable, recordé lo que me decían de pequeña: «lo que no quieras para ti, no lo quieras para nadie». Así que me mordí la lengua y le pregunté, amablemente, cómo se llamaba. El niño arrancó a correr piernas ayudadme y yo me quedé con un palmo de nariz. Este niño se ha bebido el entendimiento, sentencié dentro de mí. Quien te entienda que te compre. Y, he aquí un perro y he aquí un gato, este cuento se ha acabado.

Y ahora os dejo porque, entre nabos y coles, se me ha hecho tarde y, si no me apresuro, llegaré a misas dichas. Pero recordad: «Un goloso engolosado, quién lo desengolosará, un buen desengolosador será. No lo desengolosaré yo, que no soy buen desengolosador.»