A mi alrededor, cada vez hay más mujeres que se plantean o dan el paso de congelar óvulos. La mayoría son mujeres próximas a los treinta y cinco, o pasados los treinta y cinco, que empiezan a entender que la edad se lo pondrá cada vez más difícil a la hora de concebir y parir un hijo, pero que no quieren renunciar a ello. O no quieren renunciar a poder tener la opción una vez que lo hayan decidido. Algunas de estas mujeres, de hecho, ni siquiera están seguras de querer ser madres, pero congelando los óvulos se dan un poco más de margen, como quien paga tres mil o cuatro mil euros para comprar una prórroga a los efectos de sus decisiones vitales. Es fácil hablar o escribir emitiendo un juicio sobre estas mujeres, sobre la vida que han elegido y sobre todo lo que las ha llevado a, con casi o pasados los treinta y cinco, no haberse encaminado a conseguir lo que anhelan, o ni siquiera haber descubierto qué es lo que anhelan. Pero el juicio sobre las mujeres no es el estilo de esta columna. Responsabilizarlas de todos y cada uno de los males que sufren por el hecho de ser mujeres, como si no fueran hijas de su tiempo, tampoco. Excusarlas de todo como si fueran niñas manipulables a merced de la opinión pública que impere, tampoco. A ver si consigo encontrar el tono.
De las conversaciones que he mantenido con ellas y de los ratos que las he escuchado, he entendido que hay varios factores que explican este fenómeno. El primero de todos es el de haber enfocado la maternidad como un estadio vital solo deseable una vez vividas toda una serie de experiencias. Somos hijas de unas madres y unas abuelas que en muchos casos no pudieron elegir. O que, habiendo elegido, sintieron que con la maternidad habían renunciado a todo aquello que la juventud permite disfrutar. Precisamente porque entendimos la maternidad a la sombra de sus renuncias, la maternidad se nos presentó como la decisión a tomar una vez ya no te queda nada en la cartera, y no como una opción que depende de una consecución de decisiones anteriores al nacimiento de un hijo. Queriéndonos liberar de una losa cultural que hacía parir a las mujeres como un automatismo social, tampoco nos acabaron de liberar del todo. Vivir queriendo acumular experiencias como quien se gasta los cupones de la vida puede hipotecar la opción de la maternidad biológica, y explicarlo no debe significar coartarnos la capacidad de decidir, sino ofrecernos toda la información para hacerlo libremente. A veces, el feminismo tiene escrúpulos a la hora de hablar sobre maternidad y a la hora de ofrecer, por ejemplo, un discurso que permita explicarla más allá de la renuncia y la imposición, también desde la vertiente de la virtud del hecho. La consecuencia de esto es que el machismo no se priva de ocupar ningún espacio: si no has sido madre a los veinte como una buena mujer, te convertirán en la señora de los gatos. Sin discurso, no podremos salir de su caricatura.
El segundo factor, obviamente, es el de las condiciones materiales. Para poder ganar el dinero que puede llegar a ganar un hombre y mantenernos sin depender de ningún hombre debemos dedicar la juventud a estudiar y trabajar, lo que empuja la maternidad adelante en el tiempo. No quiero que en esta afirmación se lea ni media insinuación de que esto no debería ser así. La entrada de las mujeres al mercado laboral nos ha permitido, por encima de todo, tener la oportunidad de abandonar núcleos domésticos donde se ejerce violencia sobre nosotras. La opción de tener dinero propio nos ha permitido, de hecho, elegir qué vida queremos y qué vida ya no queremos más. El marco económico y laboral de este país, sin embargo, y las dificultades que la mayoría de las mujeres —y hombres— jóvenes en edad de tener hijos tenemos para adquirir una vivienda en propiedad, hacen que la maternidad sea postergada al estante de cosas que hay que hacer cuando una ha alcanzado una estabilidad económica total y absoluta. Una estabilidad que, en realidad, sabemos que no llega nunca, porque todo apunta a que la bonanza que vivieron nuestros padres no regresará y porque, si a pesar de todo conseguimos parir, no se nos otorgará ninguna facilidad para amortiguar el golpe. He expuesto este factor de una forma muy sencilla, incluso simplista, consciente de que las raíces económicas del asunto son mucho más profundas. En resumen, pues, la conciencia de que la maternidad, que ya contaba con unos escollos ideológicos heredados, cada vez cuenta con más escollos materiales.
Vivir queriendo acumular experiencias como quien se gasta los cupones de la vida puede hipotecar la opción de la maternidad biológica
El tercer factor no es netamente subjetivo en lo que respecta a las mujeres heterosexuales. La sensación es que, en términos de paternidad y de proyecto de vida, los hombres se desvelan más tarde que las mujeres. Algunas de las mujeres en las que pienso mientras escribo estas líneas tienen la sensación de haber acumulado desengaños emocionales con hombres que, en realidad, a la hora de la verdad, no han querido comprometerse. O que han pensado que su paternidad no dependía de establecer un cierto compromiso con la mujer con la que tenían una relación. Que la madurez que requiere ser padre —si es que madurez es la palabra—, les llega más tarde a ellos que a ellas, y eso las ha hecho ir a remolque, depositando expectativas en relaciones que, finalmente, no han llegado a buen puerto. O no al puerto que ellas deseaban. Pero como la maternidad siempre parece una decisión que se puede postergar, nunca se convierte en un elemento capital, central, desde donde tomar las decisiones que puedan orientarse hacia ella, tampoco las de qué tipo de relaciones tener o buscar. Es un factor subjetivo, sí, pero en su subjetividad es compartido por las mujeres que me han inspirado la columna.
Evidentemente, seguro que existen más factores que los que he desarrollado aquí. Lo que los que he escrito aquí tienen en común es que favorecen presentar la maternidad como un acontecimiento en manos de un futuro incierto que nunca está en manos de una misma. Y a lo mejor es verdad que nunca está del todo en manos de una misma, pero tampoco es un regalo que, eventualmente, cae del cielo sin que nosotras hayamos intervenido. Ni un deseo que aparece de la nada y que, si suena la flauta y los astros se alinean, podrá realizarse. Al final de esta cadena de factores que van empujando la rueda hacia adelante, está una clínica esperando para cobrarnos tres mil o cuatro mil euros a cambio de la palmadita en la espalda de pensar que ahora sí hemos tenido la oportunidad de decidir por nosotras mismas. Una vez más, quiero abstenerme de emitir ningún juicio sobre las mujeres que han decidido congelar sus óvulos. Ni de proyectar ninguna compasión condescendiente. También quiero poder decir que quizás algunas de ellas, llegado el momento, habrían preferido que su maternidad se diera en un contexto distinto al de la clínica en cuestión. La congelación de óvulos está sirviendo para suavizar los efectos de un discurso pendular sobre la maternidad, de unas condiciones económicas feroces, de un mercado laboral severo con las madres, y de la sensación de que, una vez que has tomado la decisión de querer ser madre, la vida ya ha decidido por ti. Pero favorecer la libertad significa favorecer la toma de decisiones sobre la vida de una misma en todos y cada uno de los estadios de la vida, y no solo cuando parece que no hay ninguna otra alternativa que invertir dinero.