Años antes de que una criatura llamada Zakaria fuera considerado el primer 'catalán' del 2023, mi amigo Noureddine y yo estábamos haciendo guardia dentro de un coche la madrugada previa a un día que duraría años. Era la noche del 1 de octubre de 2017 y los dos queríamos luchar por dejar de ser, administrativamente hablando, un hombre marroquí y un hombre español respectivamente. Las tres carreteras que dan acceso al Pla del Penedès estaban vigiladas desde hacía horas con un único objetivo: alertar en caso de que llegara de la Guardia Civil. Cada dos horas y coordinados por el grupo de Telegram del CDR local, las patrullas ciudadanas nos cambiábamos el turno de vigilancia. Plantados dentro de mi Seat Ibiza en el desvío de la BV-2153 donde empieza el camino hacia la bodega Jean Leon, muy aburridos y a la vez muy tensos, le comenté a mi amigo que parecíamos Didi y Gogo de Esperando a Godot. Si en la obra de Samuel Beckett los dos protagonistas esperan ansiosamente la llegada de Godot, nosotros esperábamos ansiosamente la no llegada de los picoletos. Por suerte, aquella noche no vinieron nunca, y dos horas más tarde, a las cuatro de la madrugada, una catalana de Bolivia como Graciela y que utiliza mejor los pronombres febles que la mitad de los tertulianos de TV3, junto con su marido, nos relevaron de nuestro lugar de vigilancia.

Pensé en estos dos fills de la pàtria nacidos lejos de nuestro país el otro día, cuando conocí la buena nueva más absurda de cada primero de enero: la de cuáles son los primeros 'catalanes' del año. Desde hace más de una década, la noticia en cuestión siempre tiene como protagonistas a niños que por nada del mundo se llaman Jaume, como nuestro rey conquistador nacido de un coito entre un señor oscense y una señora de Montpellier, sino que tienen nombres como Zakaria, Dayla Mia o Abdul Jabbar, seguramente el nombre más guay del planeta. Evidentemente, tampoco tienen sus raíces en ninguno de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, cosa que provoca un descalabro emocional a mucha gente teóricamente muy independentista, claramente un poco racista y que, además, tiene por costumbre la curiosa manía de ponerse la bandera de Inglaterra en la bio de Twitter. La noticia es tan absurda como los tontos que se alarman al leerla, sin embargo, ya que año tras año todo el mundo se olvida de explicar que, según el artículo 17 del Código Civil, cualquier criatura nacida en Catalunya e hija de residentes extranjeros no es oficialmente un niño catalán —ni tampoco español—, ya que adquiere la nacionalidad de sus padres.

Hay que ser tonto para no darse cuenta de una cosa tan esencial como que no es catalán quien nace en Catalunya, ni siquiera "quien vive y trabaja en Catalunya", como dijo Jordi Pujol, sino que es catalán quien quiere serlo

Quien escribe estas rayas, supongo que igual que tú, tampoco nació siendo oficialmente 'catalán', desgraciadamente. En el momento de llegar al mundo, lógicamente, tampoco me preocupaba eso. Fue después, años más tarde, cuando entendí que mi pasaporte decía una cosa y mi corazón sentía otra, ya que yo formaba culturalmente parte de una nación sin estado. Desde entonces, me paso la vida diciendo "I'm catalan" cuando voy por el mundo y la recepcionista del hotel de turno se equivoca escribiendo "spanish" en la nacionalidad. Todo esto, sin embargo, parece que hay mucha gente que no lo entiende. Mientras algunos claman a los cuatro vientos que Catalunya se va al garete porque ya no nacen Joans, Montserrats, Enrics o Eulàlies, se olvidan de decir que mientras los padres del Abdul Jabbar, la Mihaela o el Sharif de turno hacían el primer catalán del año, ellos no hacían nada porque ya tienen una criatura y tener dos "es un quebradero de cabeza". No por dormir mal durante meses o ir más justos económicamente, sino porque muchos catalanes no quieren renunciar a sus caprichos y porque, claro, "llevarlos al Cruïlla o al Sònar Kids ya es más complicado cuando tienes dos". Además, "si se pelean con los juguetes, ¿qué hacemos?".

Hay que ser muy bobo para creer que el futuro de la nación, en tiempo de la globalización, pasa solo por una Catalunya catalana. Hay que ser tonto para no darse cuenta de una cosa tan esencial como que no es catalán quien nace en Catalunya, ni siquiera "quien vive y trabaja en Catalunya", como dijo Jordi Pujol, sino que es catalán quien quiere serlo. Que la catalanidad se hace, vaya, y que la peor manera de hacer catalanes a los que nacen sin un nombre catalán es señalándolos, difamándolos y tratándolos de escoria. ¿Tanto cuesta entender que uno no es de allí donde nace, sino de allí donde quiere ver crecer a sus hijos o sus sueños, por lo tanto, de allí donde el futuro es una oportunidad? Eso son las patrias en el siglo XXI, y los catalanes serán catalanes, llamándose como se llamen y habiendo nacido donde sea, siempre que Catalunya tenga un proyecto para ellos. La pregunta, pues, es ¿cuál es el proyecto que Catalunya puede ofrecer a los catalanes, a los de toda la vida y también a los de no hace tanto?

Un proyecto estimulante de país, una oportunidad de construir un mejor lugar en el que vivir, una república que rompa con todo aquello que el estado español no alcanza en materia económica, social y cultural. Sí, de acuerdo, bla, bla, bla. Pero hace falta más. Pregunta a un extranjero si quiere dejar de vivir en el tercer país de Europa con la cuota de autónomos más alta del continente y te ayudará a construir Catalunya. Pregúntale si quiere dejar de llegar tarde al trabajo por culpa de un sistema de cercanías gestionado con dejadez desde Madrid y tendrá ganas de construir Catalunya. Pregúntale si quiere dejar de tener un sistema tributario injusto, unas leyes represivas herederas del franquismo, un sistema judicial que todavía vive en blanco y negro o un sistema sanitario que hace aguas y querrá construir Catalunya. Si el 1 de octubre no éramos cuatro gatos sino más de dos millones de personas queriendo construir un país nuevo es porque como mínimo la mitad éramos hijos, nietos o bisnietos de gente nacida muy lejos de aquí pero que un día llegó a Catalunya y, aunque Ciudadanos y la caverna mediática española no lo quieran admitir, encontró un proyecto. Un horizonte. Un hogar.

Hubo un día en que muchos catalanes que por nada del mundo eran hijos de ningún Joan, ninguna Montserrat, ningún Enric o ninguna Eulàlia estaban defendiendo con las garras unas urnas para poder decidir su futuro

Cuando sean un poco mayores, me propondré encontrar a Zakaria, Daila Mya o Abdul Jabbar y les dejaré leer este artículo para hacerles ver que un día, cuando eran pequeñísimos, hablé de ellos. Y que lo hice con esperanza, porque es la esperanza lo que nos hará ser. Y leerán que hubo un tiempo en el que aprender a hablar catalán no se entendía como una obligación, sino como una ventaja. Que hubo un tiempo en el que fuimos capaces de crear un relato nacional motivador, por eso un día muchos catalanes que por nada del mundo eran hijos de Joan, Montserrat, Enric o Eulàlia estaban defendiendo con las garras unas urnas para poder votar. Que la noche en que mi amigo Noureddine y yo hicimos nuestra particular adaptación de un clásico de Beckett pero llamándolo Esperando a la Guardia Civil, también había muchos otros catalanes haciendo lo mismo. Eran los catalanes que se habían criado hablando castellano, árabe, urdu, gallego, italiano, rumano, polaco, mandarín o inglés, tal vez, pero estaban allí porque los auténticos hijos de la patria en el siglo XXI nos llamamos Abdul Jabbar, Jennifer, Oriol, Wáng, Nadia, Mercè, Gladys, Domenico o Pep, como un servidor, y estábamos allí, sobre todo, porque habíamos entendido que ser catalán no es una imposición o un adjetivo para definir el lugar en el que nace alguien, sino una forma de entender el mundo. En definitiva, una maravillosa idea de futuro por la que vale la pena luchar.