"Hoy todo el mundo quiere ser distinto a los demás, pero esta voluntad de ser distinto prosigue lo igual."
Byung-Chul Han
Les hago al corriente de que en Barcelona se encuentra ahora mismo el epicentro de la criptonita, la mina del rey Salomón, Wall Street y la meca de los criptobros. ¿No lo sabían? Todo reunidito en una tienda del Portal de l'Àngel, ahí, en un escaparate no muy grande, con un letrero muy normalito, se concita la meca especulativa de la humanidad. Les hablo de la tienda de Pop Mart, única en la península, y objeto de la peregrinación de gentes deseosas del producto o del negocio que de él se pueda derivar. ¿Que qué venden que sea tan importante? Muñequitos. Labubu, se llaman.
Así que ahí tienen a la gente embarcándose en la alta velocidad, con el espíritu arriesgado que acompaña a los emprendedores y que tan necesario es con los trenes de Puente, para acercarse a Barcelona a comprar unos muñecos tirando a feos que parecen ser una especie de elfos peludos con una sonrisa vampírica. En origen no debe costar producirlos ni un euro. La firma china puso en producción un producto que procede de unas ilustraciones para libros del artista Kasing Lung y los ha convertido en objeto de deseo global. No son muy bonitos, no son muy valiosos, no son muy útiles, pero el más caro de ellos se ha vendido por 300.000 € no hace mucho. ¿Les aguardará en Portal de l'Àngel la oportunidad de su vida?
Los puñeteros Labubu también se venden en caja sorpresa, así que te cobran entre 12 y 200 € y no sabes lo que te llevas
Los Labubu comparten tres características muy propias de este capitalismo de la estupidez: los promocionan influencers y cantantes; son coleccionables, con lo que el deseo no termina con una adquisición, y algunos están autolimitados por el productor, de manera que conseguirlos es la ilusión de muchas gentes. No solo les aportaría exclusividad, sino que, si es un modelo raro, podrían venderlo por 10.000 € o por lo que sea que se ofrezca en una subasta o en la red. El sistema no es nuevo, confesémoslo. Ya en nuestra lejana infancia pasaba algo parecido con los cromos para pegar en los álbumes: los comprabas en sobre cerrado y algunos te salían todo el rato —los cambiabas con los amigos— y otros, malditos, no salían nunca. Los que no salían nunca te llevaban a maltraer porque sin ellos era imposible terminar lo empezado. Los puñeteros Labubu también se venden en caja sorpresa, así que te cobran entre 12 y 200 € y no sabes lo que te llevas, si es el que siempre sale o es el extraordinario que nadie consigue para la colección. Podría parecer un estímulo infantil si no fuera por la pasta que mueve.
Para incrementar la emoción, algunas marcas de primera línea como Coca-Cola o el Museo del Louvre han llegado a acuerdos con la empresa china para lanzar ediciones especiales y, por supuesto, limitadísimas asociadas a su nombre. ¿Qué hace el Museo del Louvre vendiendo estos horrores con sonrisa terrorífica? No me pregunten, sé lo mismo que ustedes. Quo vadis templo del arte?
Lo de los Labubu es la última coña. Pasará, como pasó la búsqueda de los Pokémon y las turbas de alienados que con un móvil pretendían capturar al más raro de todos, y sus productores se habrán forrado. Lo que queda es las sustancia. Una sustancia de la que se sirven también marcas que, curiosamente, ya venden por principio calidad y exclusividad. El pasado día nueve, coincidiendo con la luna llena, se puso a la venta el Moonshine Gold de Omega en colaboración con Swatch, un reloj de plástico y biocerámica que incluye a Snoopy en su esfera —como verán no le falta un perejil— y que provocó filas para adquirirlo en puntos muy determinados durante un periodo muy corto.
Como Omega tienen a Rolex y otras marcas de relojes suizos, creando falsa sensación de escasez, con listas de espera de hasta cinco años, cuando podrían producir los relojes de acero que se les demandan. No quieren. Tampoco quiere Hermès manufacturar más Birkin y así otro montón de marcas de lujo que manejan no solo la psicología del deseo sin también la de la escasez. Hay pocos y quiero uno. El valor de estos objetos existe, son elaboraciones de alta calidad, y, sin embargo, acuden para llevarlos al mercado a la premisa de que el valor reside en la escasez y en el ansia de pertenencia de un público aspiracional determinado. Lo de los Labubu es lo mismo con una bagatela sin valor intrínseco. Fíjense que, cuando la artista tailandesa que provocó el frenesí por los muñequitos, Lisa, los vio por primera vez acompañando a una amiga, no le interesaron nada, según contó a Vanity Fair, pero, en cuanto le contaron que algunos modelos eran muy pero que muy difíciles de conseguir incluso para ella, su percepción cambió.
El colmo será cuando el vacío se convierta en mercancía y se produzcan subastas emocionales de la absoluta nada. Mientras tanto y antes de que se deshaga la burbuja, ya saben lo que pasó con los tulipanes en el siglo XVI, aún están a tiempo de solucionar sus problemas económicos, el futuro de sus pensiones, el regalo de boda de ese amigo y esa pulsión narcisista que nos lleva a querer ser diferentes emulando a los otros. Cierran a las nueve, no lo olviden.