Siempre hay alguien a quien le atribuimos todos los males. La impericia es siempre una carencia ajena. Pensar que somos responsables de que el mundo no funcione nos supera. Es mejor tildar a los políticos de inútiles, la volátil situación mundial de incierta, a los enemigos de cretinos. Nosotros no tenemos nunca la culpa de nada. Es siempre el otro, el malo. La responsabilidad, que no es más que el acto de responder, aquella capacidad que tiene todo sujeto activo de derecho de conocer y aceptar las consecuencias de un acto propio consciente, se escurre perezosa por el tobogán de la insolvencia individual y colectiva.
Todos los papas han sido criticados, desde dentro y desde fuera, y sus competencias se han diseccionado hasta el infinito
Mientras el Papa de Roma se embarca en su primer viaje, eligiendo Turquía como destino, me viene a la cabeza esta tendencia de culpar al sistema, a las generaciones más mayores, a la Iglesia, a las multinacionales, a los colectivos vulnerables o a los poderosos, da igual. Siempre hay un cabeza de turco. En el Papa también confluyen frustraciones: todos los papas han sido criticados, desde dentro y desde fuera, y sus competencias se han diseccionado hasta el infinito.
Al Papa actual, que todavía está de prácticas, no se le puede negar el valor de la consistencia. Es coherente. Ha hablado de unidad, de paz, de diálogo, de escucha, de tomar responsabilidades ante los dramas del mundo. De hablar y no callar. Y de actuar. No le convencen los sepulcros blanqueados. No es un papa amigo de los fariseos, de los hipócritas, de los charlatanes.
Siguiendo lo que ha dicho —y ha hecho— el Papa en Turquía, observo la coherencia en el discurso y la exigencia a tomar partido que reclama un hombre que ostenta un título (pontífice) que quiere decir 'constructor de puentes'.
Es un buen lugar, Turquía, para hablar de puentes. No solo los obvios, entre Oriente y Occidente, entre Europa y Asia, entre ateísmo, islam y cristianismo. También puentes internos. La tierra que hoy ocupa Turquía ha sido una tierra de muchas religiones diferentes. No se puede entender el cristianismo sin ir allí, pero tampoco se pueden olvidar las huellas de otras fes que han anidado allí, griegos, armenios, sirios, judíos sefardíes, musulmanes de diferentes ramas.
Estos días, eminentemente señalados por la presencia cristiana en el país, se ha abrazado con el patriarca ortodoxo de Constantinopla, ha hablado en sedes civiles y se ha acercado fraternalmente al islam, con respeto. En la Mezquita Azul ha entrado y, en silencio, ha visto cómo se reza y no ha hablado. No ha llenado la visita de discursos, sino de silencio. Los silencios del papa León XIV merecen un estudio. Sabe elegirlos, y sabe administrarlos.
El primer viaje del papa León a Turquía (que ha recibido visitas papales cinco veces) se centra en un símbolo, el puente sobre el estrecho de los Dardanelos, emblema de esta visita: “Ustedes ocupan un lugar importante en el presente y en el futuro del Mediterráneo y del mundo entero, sobre todo valorando sus diversidades internas. Así, la imagen del puente —también representada en el logotipo de la visita a Turquía— se convierte en un gran signo para toda la humanidad”. No es fútil hablar públicamente de “diversidades internas”. Los diplomáticos ya saben a qué se refieren.
El motivo del encuentro es celebrar los 1.700 años del Credo de Nicea, donde se proclama la fe cristiana. León XIV ha hecho un llamamiento a superar las divisiones entre cristianos, y lo ha escalado a la humanidad diciendo “construir puentes de paz y reconciliación es una prioridad para el mundo actual, que a menudo toma caminos contrarios”. Él ha tomado un camino muy elocuente. Podría haber ido a Perú, a Estados Unidos, a Gaza o a Ucrania. Es el Papa y puede elegir. Turquía, y el Líbano, no son casualidades ya programadas por el predecesor, sino una voluntad de decir al mundo que el catolicismo no ha venido para autogestionarse como puede, sino para ofrecer una propuesta constructiva con los demás, grandes o pequeños, lejanos o cercanos.