Quantes vegades podrem girar el cap/ fingint que no ens n’hem adonat”, dicen un par de versos de una de las canciones más conocidas de Bob Dylan: Blowin’ in the wind, del año 1963. La traducción catalana de este poema –¿o debería decir canción porque Dylan es cantante?– es de Gerard Quintana y Jordi Batiste, cantantes de dos generaciones diferentes y aún así unidos bajo el nombre Els Miralls de Dylan, grupo con el que han versionado muchas otras canciones del músico y poeta de Minnesota, como La noia del país del nord, que Albert Batiste, hermano mayor de Jordi, ya cantaba en 1964 con traducción catalana de Pau Riba. Era la generación rebelde, contestataria, que sin embargo no fue nunca de la mano de los comunistas. Por eso ahora muchos antiguos comunistas, puestos en el papel de críticos gruñones, censuran la concesión del Nobel a Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan.

Los versos, digamos pacifistas y libertarios, de Escolta-ho en el vent los había popularizado en los años setenta Xesco Boix, en una versión realizada conjuntamente por su hermano Joan y Ramon Casajuana. La interpretación de Boix de esta canción y todas las versiones de Dylan interpretadas por los miembros del Grup del Folk, Els 3 Tambors, Dos + Un, Uc, Falsterbo Marí o Pascal Comelade, por citar algunos de los muchos cantantes catalanes que han puesto voz a la poética de Dylan, se inspiran en la forma de cantar de los folksingers estadounidenses, para los que a menudo el mensaje de los versos es mucho más importante que los acordes de la guitarra, a veces muy sencillos. Quien repase las canciones de Dylan con una mirada literaria a la fuerza se dará cuenta de la intensidad de los versos con los que se transmiten ideas y emociones universales, que se pueden compartir, también, sólo con tararearlos, sin pronunciar las palabras.

Quien repase las canciones de Dylan con una mirada literaria a la fuerza se dará cuenta de la intensidad de los versos con los que se transmiten ideas y emociones universales

Los que desbarran a lo grande ofendidos porque los del Comité Sueco han osado otorgar a Bob Dylan el premio Nobel de literatura demuestran tener una concepción muy estrecha de lo que es la literatura. A Dylan se le ha premiado “por haber creado una nueva expresión poética en la gran tradición estadounidense de la canción”, pero el jurado hubiera podido utilizar las mismas razones que empleó para justificar, en 1997, la concesión del premio al dramaturgo, director teatral y actor Diario Fo, que traspasó el mismo día que se anunciaba el Nobel para Dylan. Entonces no leí ningún artículo de los viejos mandarines de nuestra cultura que hoy lamentan el premio a Dylan para criticar que la academia sueca premiara al actor porque “siguiendo la tradición de los bufones medievales, [Fo] mantiene la dignidad de los oprimidos”. Un argumento, puestos a hilar delgado, muy poco literario.

A una amiga mía, joven y de su tiempo, de la generación a la que todo le llega por internet y lee libros bajados al iBook, descubrió Knocking on heaven’s door en la eléctrica versión de Guns N’ Roses y se le puso la piel de gallina porque, a pesar del sonido estridente de las guitarras, los versos de Dylan tenían la intensidad de cuando los escribió para la banda sonora de la película de Sam Peckinpah Pat Garrett y Billy el Niño, de 1973. En cualquiera de las versiones de esta canción, de composición muy simple, la letra es como un himno, una oración, si nos remitimos a las creencias actuales de Dylan, que es entonada con un ritmo rápido y fluido para enterrar las pistolas y picar a las puertas del cielo. Si la escuchan en la tamizada versión de Anthony and the Johnsons entrarán en el mundo personal, íntimo y libre de Dylan que reflejó extraordinariamente la película I’m not there (2007), de Todd Haynes, a través de personajes ficticios cuya historia se parece a la de un artista –el propio Dylan– que ha pasado por un montón de fases y peripecias vitales.

En el extraordinario Diccionari per a ociosos (1964), que no es exactamente un diccionario pero que está organizado por entradas, Joan Fuster aseguraba que el amor es una creación de los trovadores provenzales, completada y pulida por los poetas italianos del dolce stil nuovo. Y desde entonces fue bajando hasta aterrizar en la playa del amor que llaman “romántico”, que hoy no tiene –escribe– “más trincheras defensivas que lo que hemos destacado como instrumentos de penetración: novelitas rosa, filmes, seriales. Y los chansonniers, franceses o no: Jacques Brel o Domenico Modugno, Paul Anka o Nat King Cole, Aznavour o Josep Guardiola, que esparcen por las olas los residuos difuminados, convertidos en calderilla, de la poesía amorosa de los románticos. Novelas, filmes, seriales, cantantes –pero– tienen un público: un gran público, aún”. Y su impresión de decadencia hizo que pronosticara el final de lo que había comenzado con los trovadores: “Bien lo sabemos: la máxima difusión de una idea o de una moda coincide con el momento de su extinción”. Si Fuster hubiera conocido el rock'n’roll, en la versión más pop, por lo menos, no habría sido tan pesimista y habría ensalzado los intérpretes de una literatura cantada que arrancó entonces, cuando publicó su diccionario, para reclamar, también, un mundo mejor, más justo, más libre, más democrático. Muchos jóvenes de mi generación se dieron a escondidas los primeros besos arrancados al amor-pasión mientras recitaban los versos (las estrofas) de las canciones de Dylan, Joan Baez, Leonard Cohen (quien, además, es un gran novelista) o David Bowie. Los Beatles, en cambio, sí que siempre fueron calderilla.