Catalunya vive en una situación autoimpuesta de violencia desde la instauración del régimen del 78 y la posterior aparición del pujolismo, una filosofía política que consistía en hacer creer a los catalanes que la Generalitat era un ente administrativo con mucha capacidad de acción y entidad, mientras se negaba cualquier poder realmente transformador de liberación a la ciudadanía. Mirando atrás, a la cosa más reciente, la violencia política se ha manifestado de una forma menos sistémica y más física (repescad los apuntes de Althusser, que los aparatos ideológicos del Estado van a examen), con el cierre de páginas web y el registro de medios de comunicación sin orden judicial antes del 1-O, la violencia policial del día del referéndum y toda cuánta vulneración de la libertad de expresión posterior, que ya conocéis de sobra. Si se quiere hablar de violencia, en resumen, que pregunten a la tribu.

Esta capacidad de coacción vivida en Catalunya, que desde el nacionalismo autonomista tenía la voluntad de castrar a los ciudadanos para que no osaran llegar a la edad adulta y pensar por ellos mismos, no ha nacido con los CDR ni con los cuatro contenedores de basura que los manifestantes quemaron delante de la casita del virrey Millo. La violencia forma parte básica de una ideología autonomista que tenía como objetivo hacerte creer que hay cosas imposibles de querer, porque ya se sabe, los catalanes charláis mucho pero a la hora de la verdad, cuando hay hostias, todo el mundo corre a abrir la tiendecita. Estos prejuicios fueron pulverizados el 1-O, un día histórico en el que la madrina catalana decidió que los autonomistas nunca volverían a ponérsela en la boca como ejemplo de canguelo para escudar su inmenso cinismo. Esta es la gran herencia del referéndum: ni las porras pueden con las urnas.

Ya tenemos a Albert Rivera contra los CDR: a falta de ETA, los españoles necesitan un vertedero de ira que dé sentido al "todo por la patria"

Los estados tienen una extraña habilidad de acusar a sus aliens disparándoles sus propios defectos indiscriminadamente. Lo dice muy bien el maestro Lluís Solà en su imprescindible Llibertat i sentit (Edicions de 1984, corred a comprarlo): "La forma más cínica, más perversa y también, quizás, más efectiva de descalificar a un enemigo es acusarlo de lo mismo que practica el poder descalificador, sea este un poder colectivo o personal, sobre la realidad difamada. Calificar al otro de racista, de nacionalista o de ladrón, si practicamos el racismo, el nacionalismo o el pillaje sistemático". Esta es la realidad suprema de España, el estado donde, de forma tan espantosa como cómica, los principales agentes del orden se disputan la primacía de la represión. Ya tenemos a Albert Rivera contra los CDR: a falta de ETA, los españoles necesitan un vertedero de ira que dé sentido al "todo por la patria".

Mis compañeros de militancia indepe dicen que España acabará implosionando por la fuerza de su propia regresión a la violencia y que pagará bien caro eso de ir silenciando a sus súbditos a golpe de sentencia. Pero yo conozco la fortaleza del Estado, que fue creada para soportar todo el cúmulo de contradicciones que sea necesario. Fijaos si los españoles tienen sentido del cinismo, que incluso empiezan a estar dispuestos a investir a un president(e) catalán como Rivera en el Congreso. Un president(e) catalán, of course, que esté de acuerdo en reprimir violentamente a los catalanes si piensan demasiado y, si hace falta y la nobleza lo obliga, a condecorar las porras que magrearon a los conciudadanos. En España la violencia no le da miedo, porque es la madre de su estado. Lo sabemos de sobra, expertos como somos en la cosa. En sufrirla, evidentemente.