El último abracadabra del procesismo y su corte de gacetilleros ha sido celebrar la carta que Oriol Junqueras ha enviado al diario que no quiso anunciar el 1-O en sus páginas (porque su dueño tenía demasiado miedo de que se le enfadaran los amiguis madrileños) como un simple cambio de opinión bien fundamentado. De hecho, el paso de la unilateralidad a la "vía escocesa" se ha vendido como una transmutación de pensamiento sensata, talmente como un hacerse mayor y abrazar la madurez, y sus apologetas van contándolo por todas las regiones del país poniendo aquella voz estoica con que los países pseudocomunistas se pasan a la economía de mercado y los cuarentones aceptamos las desventuras de la pitopausa agradeciendo a la decrepitud que nos libere de las penalidades del running y de follar. Los enemigos también se felicitan, aunque a la mayoría de ellos, sobre todo a los socialistas, se les acabe escapando la risa.

Por recurrente y antigua, la trampa no deja de ser menos perversa. La transición pragmatista del nuevo independentismo busca aquello que siempre han hecho los españoles; a saber, mirar pomposamento y con desrprecio al interlocutor, aclarar la independencia unilateral afirmando que "es imposible" y desestimar el hecho de que los catalanes adultos y responsables puedan decidir su futuro libremente. El problema, como siempre, es diferenciar la verdad de la falsía, pues el independentismo no ha cambiado de opinión; contrariamente, la actual generación de nuestros capataces afirmó la soberanía política del Parlament de Catalunya, aprobó las leyes del referéndum y de la transitoriedad jurídica y se comprometió a aplicar el resultado del 1-O bajo mandato parlamentario. Eso no era una opinión, ni una simple promesa: eso en casa lo llamamos vinculación legal con los electores y mandato democrático.

El problema no es sólo que se intente vender como pragmático todo aquello que has desestimado durante lustros como un sueño del pactismo, sino que se tenga el santo morro y la pedantería de fundamentar las fintas de la clase dirigente en una cosa tan sana y sagrada como cambiar de opinión

Si Oriol Junqueras (o quienquiera) nos escribiera una carta diciendo que abandona la vía unilateral (que, insisto, nunca se practicó, porque sus teóricos garantes mintieron a la población incumpliendo su compromiso parlamentario), lo justificara con los argumentos que el Espíritu Santo de Lledoners aduce en su carta (a saber, que no se tuvo en cuenta la fuerza del Estado ni la opinión de los catalanes que se sintieron excluidos del llamamiento del referéndum), y acto seguido pidiera perdón a los electores del país y actuara en consecuencia abandonando la política para siempre, servidora no tendría nada que decir. Pero como a estas alturas entiende cualquier persona, defecar en un mandato parlamentario, no hacer honor a la resistencia corporal (ojos y paquete incluidos) de la población durante el 1-O, y mentir elección tras elección, se encuentra lejos de un cambio de opinión. Eso se llama, simplemente, claudicar ante España.

El cinismo en que se encuentra enfangada la política catalana es tan mayúsculo que las acrobacias de sus propagandistas cada vez son más delirantes. El problema no es sólo que se intente vender como pragmático todo aquello que has desestimado durante lustros como un sueño del pactismo (recordad aquellos magníficos vídeos en que Oriol Junqueras, inspiradísimo, se metía con la vía federal de Iceta tildándola de "cuento de hadas"), sino que se tenga el santo morro y la pedantería de fundamentar las fintas de la clase dirigente en una cosa tan sana y sagrada como cambiar de opinión. Servidor tiene la suerte de dedicarse a una disciplina, el amor al saber, que se fundamenta en el cambio de criterio como condición de posibilidad para la búsqueda de lo verdadero. Pero no hay que haberse quemado los ojos leyendo a Platón para diferenciar esta nobilísima tarea de la enésima finta de Junqueras para salir de la prisión.

Lo más divertido de todo, no obstante, es ver cómo los lugartenientes de Junts pel Sou atacan el pragmatismo de los republicanos, encabezados por el siempre oportunísimo ideólogo Quim Torra, uno de nuestros Mandela de la desobediencia, cuya heroicidad consistió en decorar la plaza Sant Jaume con una pancartilla fuera de horas. Eso de los convergentes tiene mucha gracia, porque en eso del cinismo siempre han sobresalido como un auténtico pal de paller fálico y, es natural, cuando ves que el vecino intenta imitarte, siempre te dan gases de celos. Frente a este lodazal, es totalmente lógico que los independentistas se pregunten la fórmula mágica para salir de tanta agonía insufrible. La cosa es muy sencilla, queridos lectores. Primero, no desfallezcáis en denunciar la farsa. Segundo, por mucho que lo intenten, no os dejéis decapitar la memoria. Y tercero, alejaos de esta gente, y recordad que no hay juicio ni pragmatismo sin la libre autodeterminación personal y colectiva.

Dicho esto, cambiad de opinión tanto como os apetezca. Que es cosa la mar de sana.