Como sabe muy bien el periodista Carles Puigdemont, lo peor que le puede pasar a un comunicador es emitir un mensaje que no entienda ni dios o tener que firmar una crónica que te maquillan los jefes. Después de su discurso del martes pasado en el Parlament, solo Inés Arrimadas (que ya llevaba la cosa hecha de casa y le daba pereza cambiar el disco duro) osó afirmar que el Molt Honorable 130 había declarado la independencia de Catalunya. Como dijo muy bien Iceta, es complicado suspender una hipotética declaración que, pequeño detalle, no declaras; pero es todavía más surrealista afirmar, como hizo Puigdemont, que él y el Parlament la suspendían sine die, sin que tal acción se votara ni que los 72 diputados por el 'sí' dieran su parecer, mientras se acababa firmando una proclamación que, de haber sido más clandestina e improvisada, nuestras señorías la habrían acabado firmando en el bar del Parlament.

El martes fue un día nefasto para el independentismo, con una proclamación que devolvía la alta política a la baja astucia de Artur Mas (me jugaría todo mi escaso patrimonio a que el Molt Honorable 129 escribió la primera parte del discurso de Puigdemont, un clásico memorial de agravios lloriqueante) y abandonaba la retórica en manos de Marta Pascal y Santi Vila. Lo peor de todo es que el independentismo se marcó un autogol delirante sin ninguna presión del Gobierno español, movido solo por el espíritu miedoso de los de siempre y su habitual tendencia a jugar con los sacrificios y la sangre de los catalanes: no es nada extraño que la gente que se había roto literalmente la cara por poder votar el pasado 1-O abandonara el paseo de Lluís Companys con lágrimas en los ojos. La próxima vez que le pidan hacer de muro, una gran parte del electorado independentista se lo pensará dos veces.

El president podría haber declarado la independencia, como ha pasado en otros casos, abriendo no obstante una puerta negociadora con el Estado español: contrariamente, Puigdemont –que tenía a todo el establishment español histérico, casi en jaque mate– cayó en el error de un vodevil que no llevará a ninguna parte. Lo más curioso de todo es que los consellers del Govern creen que retardando la declaración se hacen más fuertes, cuando es todo lo contrario: si Rajoy les quiere cascar, lo hará igualmente, y si la comunidad internacional no ha abierto la boca hasta ahora, tampoco saldrá del armario en pocas semanas, cuando la tensión posterior al 1-O sea cosa del pasado. Fijaos si el otro día la cagamos, que el presidente español se permitió el lujo de bromear, afirmando que su requerimiento al Govern de la Generalitat tiene el objetivo básico de saber si se había declarado o no la independencia. Viva Galicia.

En la sesión parlamentaria del miércoles en el Congreso, Rajoy parecía haberse fumado un Partagás 898. La Administración española lo tiene todo a su favor: puede permitirse no hacer nada y dejar que el independentismo agudice sus contradicciones (si fueran listos, optarían por esta vía), aplicar en sordina el artículo 155 que ya hace tiempo que despliega a través de la Guardia Civil, o incluso tomarse el lujo de ser magnánimos, olvidar las condenas a los líderes soberanistas y vender la moto de un cambio constitucional. Si se declaraba la independencia, se tenía legitimidad para pedir más sacrificios al pueblo y encarar una negociación de tú a tú: contrariamente, el martes hicimos de catalanitos prototípicos, que sí, pero que no, pero que ya veremos. Incluso Esquerra y los independientes se tragaron todos los sapos de la antigua Convergència: la cara de Marta Rovira y de Clara Ponsatí lo decían todo.

Dudo muchísimo que todos los diputados que no declararon la independencia en este día histórico –con toda la prensa del mundo mirándolos (mis compañeros de The New York Times flipaban pepinos) y con un Estado que solo tenía la violencia para pararnos– lo hagan dentro de unos días. Solo la CUP hizo honor a la ley que había aprobado el mismo Parlament, y que ahora mismo ya podemos guardar en el cajón de los trastos. Diría que el martes pasado se acabó el procés, cuando menos, en la forma que hasta ahora lo hemos conocido. Ahora empieza otra cosa, de nuevo, donde toda la iniciativa es de España. Ya sé que os pesa, pero es lo que hay.