Poco antes de abandonar la Conselleria de Cultura para encabezar la lista convergente en el Congreso, Laura Borràs tuiteó un balance de su obra de gobierno resumida en un grandísimo nombre de reuniones (371), actos culturales (333), kilómetros recorridos (67.183 en automóvil y 29.606 en avión) y, como colofón, un total de 2.426 tuits. Tal estratosférico resumen de gestión no osó incluir el número de selfies protagonizados por la antigua consellera porque, como es sabido por todos, Borràs puede presumir del mérito de haber posado en una foto con la práctica totalidad de la población catalana. Ciertamente, hay cosas en las que Laura no es una innovadora porque, tras el maestrazgo proverbial de Ferran Mascarell, ya sabíamos que el consejero de cultura del país es, básicamente, un ser dedicado a repartir cuatro chavos, hacer muchas reuniones e ingerir toneladas de croquetas.

De hecho, es muy lógico que Borràs no nos contara, por poner solo un ejemplo, qué ha hecho como consellera para mejorar la vida de actores, escritores, músicos, bailarines o archivistas del país, ni qué políticas ha urdido con tal de parar la sangría de catalanoparlantes en el Área Metropolitana de Barcelona. ¿Por qué hablar de todo ello, si no es chupiguay ni queda cuqui? Ahí está lo nuevo: a falta de gestión, el político busca refugio y calor en el mar de Twitter. Porque la red es el nuevo no-lugar de la política catalana, la zona existencial de banalidad, de espera eterna y de inacción que el antropólogo Marc Augé había ejemplificado en aeropuertos y estaciones de trenes pero que es en el universo de Facebook, Twitter e Instagram donde cobra pleno sentido. Hoy en día los políticos no gestionan, ni firman leyes, que es cosa aburrida: eso sí, son maestros del tuitear.

Porque la red es el nuevo no-lugar de la política catalana, la zona existencial de banalidad, de espera eterna y de inacción

Servidor no es un tecnófobo y utiliza regularmente dichos medios de comunicación, aunque ahora las haya abandonado porque tengo ganas de volver a mirar el cielo y los rostros cabreados de la peña en el metro. El problema surge cuando estos espacios de neutralidad informativa substituyen la acción y, a su vez, tiñen todo el ámbito comunicativo de la política. Pensadlo. ¿Cuál ha sido la última vez que habéis escuchado a un periodista del país preguntar al conseller de cultura de turno por el estado del Liceu, del MNAC o de alguna infraestructura similar? Todavía mejor, ¡pensad cuál ha sido la última vez que un conseller ha hablado de ello por iniciativa propia! Todo lo que cuento en el ámbito cultural puede aplicarse a cualquier terreno de gestión. De hecho, como muestra la campaña en Barcelona para las municipales, los políticos no hablan de Barcelona; la tuitean.

A su vez, el no-lugar de Facebook i Twitter teje muy hábilmente una nebulosa aparentemente inaccesible a todos, pero que sirve de escudo implacable cuando uno pretende reclamar responsabilidad a los líderes. Por si fuera poco, la acumulación de tuits, miles a diario, provoca una aceleración del tiempo político tal que resulta imposible exigir responsabilidades a nuestros representantes de cosas que ya han pasado hace poco. Fijaos que hoy por hoy pedir explicaciones de la no-aplicación del 1-O ya parece un acto demodé. ¡Que nadie ose, por ejemplo, remarcar la contradicción del hecho que este gobierno que se reclamaba efectivo haya prescindido de activos como Borràs o Artadi para ser candidatas a otras elecciones! Todo esto, hijito mío, ya es pantalla pasada; todo ello descansa en el TL del neolítico! Todo ello, en definitiva, ya no puede ser noticia.

Creo que ha llegado el momento adecuado para preguntarnos qué harían nuestros representantes si les hurtásemos el teléfono móvil durante unos días. ¿Podrían vivir sin ese escaparate? ¿Podrían, en definitiva, soportar el hecho de entrar en la oficina para sufrir la tortura del trabajo? De momento, a nuestro pesar, diría que viven muy felices en el reino del no-lugar.