La historia siempre se hace y se escribe desde el presente, y hoy resulta imposible discernir la memoria del primer aniversario del 1-O de las cargas policiales de ayer en la plaza de Sant Jaume y, por decirlo con más crudeza, pasar de la imagen del sacrificio de todos los ciudadanos defendiendo las urnas del referéndum no aplicado a ver cómo muchos de estos gallardos eran golpeados ayer por su propia policía, mucho más interesada en reprimirles la voz (hola, conseller Buch, ¿qué tal va todo?) que en protegerles de una manifestación sindical urdida por la misma pasma española que los había zarandeado hace un año. Para comprobar cómo los políticos catalanes han abandonado al pueblo (y a las instituciones del país) no hay mejor ni más objetiva prueba que el nefasto espectáculo de ayer en el Gòtic barcelonés: gente arrojada a las calles, sin una agenda política clara, luchando por dignificar un referéndum que ha sido folclorizado por la propia política tribal.

Imágenes, recuerdos, símbolos. Hay fotografías que marcan una época. Del año pasado recuerdo aquella preciosa instantánea de nuestro gran Sergi Alcázar en la que Soraya Sáenz de Santamaría aleccionaba a unos cuantos directores de periódico del país con el dedo en alto. Del referéndum, todos tenemos presente la imagen con la que el fotógrafo Cezaro De Luca captaba a María José Molina Ferrer con un tajo en la cabeza y sangrando: no era una foto excesivamente bestial, pero aquella señora se parecía mucho a nuestras madres y todas ellas defendieron algún que otro colegio electoral. Fotografías, recuerdos que también leemos desde el ahora, porque estas imágenes son un recuerdo en mixtura con, por ejemplo, una fotografía de esta misma semana, la instantánea en la que, mientras se celebraba un convenio entre la Generalitat y la Obra Social de CaixaBank de Alacant, el vicepresidente Pere Aragonés, rechoncho de sebo, hincaba casi la rodilla a la sombra del todopoderoso Isidro Fainé en inaudito y servil besamanos.

Hemos criticado a menudo a la generación del 78 por exagerar el pasado y reescribirlo desde una épica cutre según la cual aquí todo dios corrió perseguido por los grises y asistió a recitales clandestinos de poesía. Yo no tengo voluntad de hacerlo. El 1-O acudí a votar como millares de ciudadanos, pero no tuve que defender ningún colegio electoral, por el simple hecho de que no me encontraba en un lugar que sufriera cargas policiales. Intenté dar voz a los agredidos tan bien como pude, porque creía y creo que es como les puedo hacer mejor justicia (esta última frase es perfecta para comentar el artículo con sentencias tipo “tú hablas mucho pero nunca te has jugado la cara”, y etcétera). Y es así como todavía me indigna y entristece que todo aquel sacrificio personal de tanta gente se selle en esta segunda Transición tan chusca al autonomismo, que es todavía más triste cuando ves como tu presidente envía la gente a las plazas del país para echarla luego con la ayuda de los Mossos.

El 1-O demostró lo mejor de un país y conformó un espacio autodeterminativo que sobrepasó también a los políticos que querían utilizarlo con torpeza. Su frivolidad, todavía tolerada por muchos votantes, ha acabado degenerando en las manifestaciones de ayer, unas concentraciones y contramanifas que, tristemente, serán la tónica mientras los líderes catalanes no tengan la valentía de admitir que su República sólo existe en las nubes y que, hoy por hoy, se encuentran en una más que complaciente negociación política con el Estado. Espero que el Altísimo no permita que toda esta desfachatez acabe mal, pero el fuego de la calle puede llegar a producir daños colaterales. Es lo que ocurre, insisto, cuando arrojas a la peña a las esquinas de la ciudad sin darle nada más que consignas vacías y promesas que siempre resultan falsas. Lo de ayer, madre mía, qué imagen.

No rehuyo nuestra responsabilidad en todo ello. Formo parte de una generación que ha crecido acostumbrada a ver la política como un espectáculo en el que siempre daba pereza participar. Ahora es, ciertamente, el momento de hacer cosas y de oxigenar la vida política del país con el influjo de gente nueva y nuevas prácticas que no caigan en el habitual chantaje. Mirad cómo la clase política y sus opinadores se han dedicado últimamente a criticar el movimiento ciudadano de primarias para las elecciones municipales. Les da miedo, cada día es más evidente, que vosotros ganéis poder y que los partidos pierdan sillas y sueldos. Esta es, hoy por hoy, nuestra labor. En lo que atañe al 1-O, no lo puedo evitar: recuerdo miles de imágenes que deberían hacerme sentir orgulloso, pero cuando las veo en la televisión debo apagarla para evitar lágrimas. Tanta heroicidad y tan manoseada. Espero que nunca más se lo permitamos. Y, mientras tanto, ya lo sabéis, cuidado con la policía. La nuestra, tiene huevos, la nuestra.