Una de las mejores noticias de la espléndida manifestación del pasado 8-M, más allá de las razonables exigencias tradicionales del feminismo en lo que toca a la autogestión corporal y la igualdad de derechos, es que las mujeres hayan puesto en el centro de su reivindicación aquello que los afectados de la vida llaman brecha salaria. Hablar de dinero siempre aleja a los discursos de cierta cursilería metafísica y nos acerca bellamente a la matemática de los intereses: dicho de otra forma, en las sociedades racionales se acepta con naturalidad que el esfuerzo y el talento, si la civilización marcha como es debido, deben traducirse tarde o temprano en pasta. Actualmente, el feminismo tiene la maravillosa oportunidad de sobrepasar la ética procesista catalana de la víctima (me refiero a todos estos eslóganes espantosos según los cuales las mujeres de ahora son supervivientes de las brujas que fueron quemadas en la era feudal), para abrazar el discurso de la competencia, aceptando sin complejo alguno la capacidad lobista y coercitiva del universo femenino. Chicas, os ha costado mucho pero ya habláis como nosotros: claro y desagradable.

El actual economicismo del discurso feminista se expresa perfectamente en la cosificación bancaria del coño con el que muchas mujeres, mediante decenas de ocurrentísimas pancartas, se han esforzado en recordar a los machos de dónde habíamos salido antes de respirar por primera vez. La idea me parece apasionante: seas hombre o mujer, el coño de tu madre representa un déficit originario, tu primera esfera líquida de crédito que, por si ello fuera poco, es el recordatorio in aeternum que nunca podrás saldar por completo. El concepto no resulta nada banal y capitaliza la esencia biológica reproductora como un valor de mercado: finalmente, las mujeres han aceptado aquella original tesis de maese Bauçà según la cual deben poner el valor el hecho de embarazarse y parir como un trabajo que nunca debería ser gratuito. Resulta por tanto curiosísimo que, en la manifa del pasado 8-M, la mayoría de los cánticos y de las participantes expresasen una cierta ira contra el liberalismo depredador y el mundo del capitalismo salvaje, cuando sus reivindicaciones se adecúan a ello como un calco de monástica perfección. 

A esta doble moral esquizofrénica se añade el empeño del feminismo por desvincular su lucha de la hoja de ruta nacional-independentista, con la excusa de hacerse más global (era muy visible que la mayoría de rótulos de la mani, por poner sólo un ejemplo, estuvieran escritos en español, por mucho que sus autoras fueran catalanoparlantes). Afortunadamente y lenta, la tendencia se va torciendo, por el simple hecho que cada vez hay más mujeres que viven con tranquilidad el hecho incuestionable que su libertad devendrá mayor cuando más abierta (y menos estatalizada) sea la competencia que se promueve en los países donde se desarrollen laboralmente. El procesismo, decía antes, ha hecho todo lo posible para arrojar en Cataluña la idea según la cual la debilidad es el único argumento de autoridad que puede tener un colectivo, así como la pérfida noción comunista que la liberación de una persona solamente deviene cascada cuando ésta ha catado el esclavismo. Valdría la pena que el feminismo tomase nota de cómo estas tesis han acabado arrastrando a la política catalana hacia el fango lacrimal, para tirar justamente por la autovía contraria.

A pesar de él, y de sus activistas más feroces, el feminismo tiende finalmente a ser nacional y liberal. Os felicito.