El único alivio que nos ha regalado la pandemia-de-la-nuestra-vida ha sido la gracia de desterrar durante unas semanas la omnipresencia informativa del procés. Gracias al coronavirus, aunque le pese admitirlo, la tribu ha certificado que se puede vivir perfectamente sin saber cómo evoluciona la colección ceramista de Jordi Cuixart, y noticias como el ingreso estelar de Oriol Junqueras en la sufridísima comunidad de monjes de Poblet, que en la vieja anormalidad habrían llenado portadas, han pasado como una simple nota al pie de página entre respiraderos. A pesar de eso y contraviniendo mi impuesta dieta de información procesista (quien esté libre de pecado y etcétera), la etapa más reciente de la política catalana me ha vuelto a venir a la cabeza leyendo Una república com si..., la última novela del intelectual Alaa Al Aswani, una correctísima aproximación narrativa a la revolución de la plaza Tahrir.

Publicado en Edicions de 1984, en una bella versión de Jaume Ferrer Carmona, el volumen de Al Aswani sintetiza bastante bien las ansias de liberación de los egipcios que provocaron la caída del dictador Hosni Mubarak y el clima de positividad de las primaveras árabes que tuvieron lugar a principio de la pasada década. Salvando las enormes distancias socioeconómicas con Catalunya, el libro impone al lector de aquí el recuerdo nostálgico de los días previos y posteriores al 1-O, y también le permite ver hecho letra y carne uno de los hitos que, según mi opinión, el independentismo había alcanzado con más maña; aglomerar culturalmente las reivindicaciones políticas de la generación postfranquista (atención al mejor personaje del texto, el actor jubilado Aixraf, que vive una especie de segunda juventud apoyando a los jóvenes activistas que se dejan los ojos y la vida en la plaza) con los nuevos referentes globales de democracia de los millennial.

De la misma manera que con el procés, la novela de Al Aswani se lee con un regusto de amargura, pues, lejos de fructificar, los anhelos revolucionarios de Tahrir y del octubre catalán han acabado provocando un rebrote del autoritarismo incluso más acusado que el de la etapa contra la cual se quería combatir. La cobardía de los líderes independentistas en lo referente a la aplicación del mandato del 1-O y las leyes de desconexión que se aprobaron en el Parlament no sólo se tradujeron en una retirada de competencias a través del 155, sino sobre todo en una ciudadanía desamparada a la que sólo se ha dejado la opción de ser insensible. La tragedia del coronavirus ha sido la excusa perfecta para que los apologetas del estatismo español regurgiten sus ansias centralistas hábilmente disfrazadas de tecnocracia científica. Este es el signo de nuestros tiempos: obedece, es por tu bien.

El autoritarismo legal es la nueva forma de ejercer la tiranía, y todo el proceso de confinamiento (y la ciega obediencia que ha suscitado entre la población española) es una prueba bastante fehaciente de su más que posible buena salud en el futuro

Como pasa con muchos otros ámbitos, la pandemia sólo ha hecho que acelerar ciertas tendencias que la política mundial hacía tiempo que incubaba, como la pulsión de los regímenes autoritarios como el de Mubarak a disfrazarse de un corpus legal y burocrático impermeable perfectamente descrito en Una república com si... y que después derivó en un nuevo régimen militar de apariencia tecnocrática mezclada con el poder en la calle de los Hermanos Musulmanes. Más allá de Egipto, nadie como Vladímir Putin ha tramado con más inteligencia este procedimiento tan siniestro, que actualmente ya tiene la concentración más alta de poder ejercida por parte de un mandatario en todo el planeta, a pesar de que disfrazada mañosamente de un entramado constitucional y legalista a partir del cual el presidente ruso podría renunciar a su cargo y ejercer de conserje de un ministerio aun siguiendo ostentando la misma capacidad de influencia.

Salvando también las distancias con el régimen ruso, España ha escogido desde hace tiempo vehicular su autoritarismo con la excusa del respeto a la Constitución del 78. Todo el mundo hacía feos al patriotismo constitucional que Aznar se sacó del sombrero, pero del mismo modo que Obama y Trump no dejaron de aprovechar los poderes ejecutivos bestiales con los que Bush Jr. convirtió la presidencia de los Estados Unidos en un nuevo cesarismo, ninguno de los presidentes del PSOE ha renunciado a la retórica constitucional del antiguo líder del PP, una filosofía según la cual la Carta Magna tiene que ser, ante todo, una garantía de la pervivencia del statu quo. El autoritarismo legal es la nueva forma de ejercer la tiranía, y todo el proceso de confinamiento (y la ciega obediencia que ha suscitado entre la población española) es una prueba bastante fehaciente de su más que posible buena salud en el futuro.

Releyendo el libro de Al Aswiani que he citado al principio, no se puede dejar de sentir una cierta rabia por todo lo que habría podido ser y no ha sido del procés. Porque, contra todo lo que dice el tópico, el octubre catalán no derivó en la frustración de haber intentado un golpe revolucionario que acabó fracasando o reprimido por una fuerza superior que la de Mubarak, como en el caso de los militares egipcios, sino precisamente en la nostalgia de haber visto como los líderes de este proceso no tenían ninguna intención de llevarlo a la práctica y abandonaban a la gente a su suerte. Desdichadamente, cuesta no dar la razón a los personajes más estoicos de esta novela; los que piensan que, en el fondo, los egipcios, y ahora podríamos decir los catalanes, tienen una genética de la obediencia tan incrustada en su cultura política que cualquier revolución liberadora que se les regale, en el fondo, sólo puede derivar en un absoluto fracaso.

De momento, si alguna cosa nos ha demostrado el tiempo posterior al 1-O y este presente pandémico es que, de obedecer, somos unos grandes expertos. A buena ley y a golpe de BOE, faltaría más.