El viernes por la noche me quedé viendo TVE. Horario de máxima audiencia, y lo único que encontré como oferta en esta cadena fue una mezcla de recortes de imágenes de programas de los años ochenta. 

Me sorprendía haberme criado viendo esos programas, de los que en la mayoría de los casos ni me acordaba. La movida en su máximo auge, música en directo en cualquier programa, y una oferta “infantil” que trataba a los niños con un toque que echo de menos. 

En general, la sensación que da al verlo ahora es una mezcla extraña: por un lado, evidentemente se atrevían hace treinta años más que ahora a transgredir. Casi todo era una provocación, un juego con los límites. Pero al mismo tiempo tenía un toque decadente, un coladero donde nos hacían tragar con algunas cosas que, con cierta perspectiva, son al menos curiosas. 

No salimos tan mal, pues, la gente de mi generación, los que vimos La bola de cristal tenemos hoy un cierto sentido crítico. Seguro que por eso no ha vuelto a haber un programa parecido. Hoy no contamos con nada similar para nuestros peques: esos programas donde había música en directo, magia, cuentos y gente que se convertía de algún modo en referente para nosotros ha desaparecido. No hay “Alaska” ni “bruja avería”, ni nadie que diga “viva el mal, viva el capital”. Así nos va, claro. 

Pero al terminar de ver el programa quedaba un sabor extraño. Y una voz en off que decía que no había que ser duros juzgando nuestro pasado. Un mensaje para que te fueras a la cama pensando en ello. 

Ver ahora estos programas nos hace valorar ciertas cosas que hemos perdido: esa capacidad de experimentar, las entrevistas que se hacían a diferentes personas de todo tipo, la oportunidad que se brindaba a los grupos musicales, a los “intelectuales”. Los programas de debate donde la gente tenía tiempo para presentar sus ideas y podía exponerlas de manera tranquila, sin que nadie les interrumpiera ni insultase. Poco a poco todo eso se ha ido diluyendo. Tenemos más canales de televisión con llegada de las privadas, pero no por ello se ha mejorado en calidad. Es más, diría que la calidad de la oferta que tenemos ahora mismo es muchísimo peor a la que había cuando solamente teníamos dos canales y la tele se acababa por la noche. 

Basta con asomarse a las cadenas más vistas en España. A los programas con más audiencia. No me queda claro si son los más vistos porque la gente no tiene otra cosa que ver, o si no tienen otra oferta porque la audiencia de lo que se propone es masiva. Supongo que es un círculo vicioso del que es difícil salir. Pero lo que tengo claro es que la programación que se está planificando no tiene como objetivo que la ciudadanía esté mejor informada, que tenga inquietudes y que se vaya a dormir con ideas nuevas en la cabeza, con proyectos o alternativas que les ilusionen. No: el objetivo es que te quede una sensación de que la mediocridad está por todas partes, y en el fondo te genere una cierta sensación de desasosiego. 

No es casual. Leí hace tiempo que someter a la población a una pequeña sensación continua de desasosiego, a una depresión latente, tiene una consecuencia directa: tratar de calmarla a través de comportamientos compulsivos. Lo más directo es tratar de generar satisfacción inmediata y la respuesta suele ser mayoritariamente una: el consumo compulsivo e irracional. 

Toda la basura que nos meten por los ojos, todas las malas noticias que nos dan como píldoras cada ocho horas generan en el individuo una sensación casi inconsciente que le empuja a consumir para tratar de sentirse bien. No es una teoría mía: está estudiado. 

Y estos estudios explicaban que la gente tenía tendencia a vivir mejor si apagaba la televisión y se hacía dueña de la información que quería consumir. Si hacía un pequeño esfuerzo por elegir bien las fuentes de noticias que seleccionaba y, sobre todo, si procuraba leer, escuchar música, y salir a compartir con otras personas cualquier cosa. Justo lo contrario a lo que parece que nos empuja una sociedad en la que hemos dejado de ser ciudadanos para ser consumidores. Sociedad de consumo. 

Es tan sencillo como apretar un botón. Apagar aquello que tenemos instalado en el salón de casa, en la cocina y en el dormitorio. Encender el reproductor de música, elegir aquella que genere un ambiente agradable y abrir uno de esos libros que posiblemente lleven tiempo acumulando polvo. Después, salir a pasear. Y programar bien lo que queremos ver y sobre lo que queremos informarnos, teniendo en cuenta que será necesario contrastar. 

Compartir lo leído, lo escuchado y lo visto con quien nos quiera escuchar. Esto es fundamental. Hacerse recomendaciones, prestarse libros, apuntar los documentales que nos han enseñado algo. Tomarse tiempo. 

Haga la prueba. Verá lo que sucede. Un apagón a la programación que nos somete encendería partes de nosotros que tenemos atrofiadas. Desde hace demasiados años. Quizás nunca hayan llegado a funcionar. 

(Aviso: si todos hiciéramos esto, el cambio sería imparable).