En filosofía, la paradoja de Teseo se utiliza, sobre todo, para explicar la identidad. El barco de Teseo plantea la siguiente cuestión: si a un objeto se le cambian todos los componentes, si se van incorporando partes nuevas paulatinamente para mantenerlo, ¿sigue siendo el mismo barco? Si nos ceñimos al plano de la materialidad, el barco no es el mismo. La paradoja radica, sin embargo, en que modificando sus partes se consigue hacer pervivir su espíritu: el barco existe gracias al cambio. Heráclito, y Sócrates, y Platón, y después Hobbes y Locke discutieron el asunto, y aunque podría parecer que esta es una cuestión que debe quedar relegada a los pensadores y ser debatida por las mentes más brillantes de cada tiempo, la paradoja de Teseo también se hace presente en nuestra cotidianidad de una manera muy llana, comprensible y explícita.
Pensé en el barco de Teseo el día de Navidad mientras, como cada año, estaba sentada en la butaca del Patronat de la Garriga para ver comenzar la representación de Els Pastorets. Desde que tengo memoria, en mi pueblo ha habido un grupo de buena gente que se ha encargado de llenar el teatro con tres y cuatro sesiones dando vida a la obra de Folch i Torres. Bueno, es la obra de Folch i Torres y no lo es del todo. El trabajo de base de cada año es hacer bailar el texto de 1919 con la actualidad, lo viejo con lo nuevo, el punto fijo con el cambio. Cada año hay alguien encargado de buscar el encaje entre el espíritu de aquellos primeros pastorets de Folch i Torres con el gusto y la capacidad de sorpresa variables del público de la Garriga que se sentará en aquellas butacas. Con alguna modificación de los personajes, con alguna broma más o menos fresca, con algún número musical desafinado, pero simpático, la tradición de Els Pastorets, como el alma del barco de Teseo, se mantiene en vida y atraviesa el tiempo.
La tradición de Els Pastorets, como el alma del barco de Teseo, se mantiene en vida y atraviesa el tiempo
A veces confrontamos tradición y modernidad como si la una no pudiera ser combustible de la otra, como si fueran irremediablemente excluyentes, como si los humanos no fuéramos seres lo suficientemente racionales para aprovecharnos conscientemente del cambio y doblegarlo a favor de las cosas que no queremos que cambien. Cada año, durante estas dos semanas —de Navidad hasta Reyes— hechas para reunirse con la familia, hay quien tiene la necesidad de exteriorizar que echa de menos a alguien en la mesa, o que son días más tristes que las fiestas de su infancia, o que algo ha cambiado, y eso hace de la celebración un ambiente incómodo. Exteriorizarlo tiene una parte de excepcionalizarlo. A la hora de la verdad, sin embargo, la añoranza, y la incomodidad, y el resurgir traicionero de alguna herida que creíamos curada, el presente a la luz del pasado y la conciencia ineludible de que el tiempo pasa, en un escenario —la mesa puesta— que no cambia, no es excepcional de nadie: es la norma en cada hogar. Y me atrevería a escribir que, de hecho, es la gracia de reunirse. El recuento de los que estamos, y de quienes ya no están, y de quienes aún no han llegado, es una especie de juego de las sillas de cambio y movimiento incesante alrededor de aquello que queremos mantener: el núcleo, el encuentro, la familia como lugar al que volver.
Estos días son agridulces porque lo que es variable evidencia que hay cosas que querríamos que permanecieran inmutables. Pero, aunque no gobernamos el tiempo y lo que se lleva, en la repetición de las celebraciones preservamos una permanencia. Igual que Els Pastorets de la Garriga, que se “modernizan” para no tener que hacerlo, igual que el barco de Teseo, que se remienda hasta convertirse en uno nuevo para poder mantener el espíritu, entregándonos al juego de las sillas anual, a pesar de los golpes que haya habido desde el año pasado, a pesar del eco de una incomodidad y la presencia de alguna ausencia, doblegamos lo cambiante a favor de lo que está por encima del tiempo. Folch i Torres llegará a los hijos y a los nietos de los habitantes de la Garriga a través de la paradoja de haberlos modificado año tras año de una manera diferente. Y cuando ya no nos queden abuelos, y ya no nos queden padres, y ya no nos queden tíos, hay un orden de las prioridades que legaremos a nuestros hijos porque, sin nuestros abuelos, y sin nuestros padres, y sin nuestros tíos, durante aquellas fiestas habremos vuelto a poner la mesa, repitiendo el ritual como quien hace unas cuadernas nuevas para un barco antiguo, pero ahora ya inmortal.