El señor que durante años se sentaba delante mío en el Camp Nou, en la segunda mitad de los años noventa, a menudo volvía a envolver con papel de plata el bocadillo de tortilla justo cuando estaba a punto de zampárselo. "¡Estos malnacidos me han tomado las ganas de cenar!", gritaba después de que Busquets padre, Vitor Baía o Hesp hubieran encajado un gol calamitoso. El hombre tenía las mejillas rojas como un pimiento escalivado y unas orejas grandes como dos zapatos viejos del número 46. Lo que más me fascinaba a mí, sin embargo, era que un gol en contra le anulara el hambre. En aquellos tiempos en que todavía no me sonaban los nombres de Bobby Sands o De Juana Chaos, las únicas huelgas de hambre que conocí de pequeño eran aquellas y las de mi abuelo, que cuando mirábamos partidos por la tele, en casa, también amenazaba con no cenar. Aquello suyo era más bien un intento fallido de ayuno intermitente, sin embargo, ya que a medianoche acababa comiéndose siempre un yogur después de que mi abuela le recriminara que 'fuera crío'.

Me vino todo eso a la cabeza el otro día, en la Casa del Libro de Rambla Catalunya, ante el enigma de por qué la mayoría de escritores, cuando escriben sobre fútbol, acaban hablando de la niñez y de su padre. La pregunta la hizo el novelista Jordi Puntí durante la presentación de El descuento (Panenka Libros, 2024), una recopilación de cien cuentos literarios con el fútbol como eje vertebrador y en lo que un servidor ha tenido el honor de participar. Formar parte ha sido un honor inmenso, sobre todo porque ser coautor de un libro con Enrique Vila-Matas y Sergi Pàmies es también motivo suficiente de ir por el mundo diciendo que ahora ya me puedo morir. La frase, hiperbólica como bien pocas, la dijo el mismo señor de las orejas inmensas mientras se abrazaba con mi padre, en pleno éxtasis colectivo, después de que Rivaldo marcara de chilena en el último minuto en aquel partido contra el Valencia el año 2001. Yo tenía doce años y aquella imagen de dos hombres atascados casi besándose gracias a un gol es uno de los últimos recuerdos que tengo de mi niñez, quizás porque aquel gol fue la última gran epopeya que viví antes de empezar a ser un adulto con cuerpo de mocoso.

El fútbol es el único territorio vital en que las hipérboles, por suerte, se mantienen en un elevadísimo grado de exageración a partir de los catorce años, que es cuando más o menos la mayoría de los mortales descubrimos que la vida no es aquel fabuloso cuento de ciencia ficción en lo que hemos sido protagonistas hasta entonces, sino más bien una novelita realista con dos o tres capítulos iniciales interesantísimos y una decaída posterior más aburrida que una etapa del Tour sin puertos de montaña. Sentado al lado de Puntí, el editor del libro, Marcel Beltran, puntualizó que en más de la mitad de los cuentos aparece una figura paterna y que ochenta y siete de los cien textos tenían la infancia como lugar común. Un buen ejemplo de eso es el relato que firma el guionista Manel Vidal, con Eric Cantona levantándose el cuello de la camiseta en aquel tremendísimo anuncio de Nike en que el Bien jugaba contra el Mal en el Coliseo de Roma. "Aquel spot de tele es uno de los mitos que más me impactaron cuando era pequeño", dijo uno de los creadores de La Sotana mientras los tres, por unos instantes, hablaban sentados encima de la tarima como lo que somos cuando hablamos de fútbol: niños pequeños con cuerpo de un hombre mayor.

En uno de los versos más magníficos del poema In memoriam, Gabriel Ferrater dijo que "arribats als catorze anys ja ens estreny el plural", que es la manera más maravillosa de explicar que madurar es edificarse una identidad propia, dejar de ser aquello que los otros -padres, familiares, maestros- dicen que somos y empezar a ser lo que deseamos ser. La edad en que ya no nos vestimos como quiere mamá, ya tenemos criterio propio para ir solos al peluquero y ya no leemos los libros que los otros quieren que leamos, sino los que nosotros, todo solitos, vamos a buscar en la biblioteca. La adolescencia es darse cuenta de que somos un individuo, en singular, y desear desprendernos de todas aquellas cosas que nos ligan a un plural colectivo. De todas estas cosas, sin embargo, el fútbol y los colores de un equipo son el único elemento en que no nos aprieta el plural, quizás porque el fútbol, desde que aprendemos casi a andar, es capaz de brindarnos las primeras grandes alegrías, pero también los primeros instantes de dolor delante de los cuales no podemos hacer nada.

De pequeños, en general, lloramos si perdemos en un juego, si suspendemos un examen o si nuestra madre se enfada con nosotros por una fechoría, pero siempre sabemos que somos partícipes de aquel fracaso. Podemos pedir perdón y arreglarlo, o estudiar más, o entrenar mejor. No es hasta más adelante cuando la vida nos obliga a afrontar el desconsuelo por aquello irreversible y que no depende de nosotros: una ruptura amorosa, una injusticia laboral o, sobre todo, la muerte de alguien próximo. Hacerse mayor es aprender en lidiar con los reveses ante los cuales no podemos hacer nada, ya que son superiores a nosotros, por eso de adultos hay tantos escritores que seguimos ligando el fútbol a la infancia. Yo todavía era demasiado pequeño para ser consciente de que quería decir perder 4-0 una final de Copa de Europa contra el Milan, por ejemplo, pero sí que lloré como un niño después de perder la liga de Ronaldo en campo del Hércules, cuando ya había aprendido a multiplicar. Por primera vez en la vida, alguna cosa no salía bien pero yo no podía hacer nada para corregirla. Ni, sobretodo, para expiarla.

Solo podía abrazar a mi padre, como mucho. O quizás escuchar a mi abuelo mientras intentaba darme una explicación. O sencillamente dormirme abrazado a mi abuela, enfurecida con Bobby Robson, como quien busca un consuelo. En definitiva, solo podía aprender a batallar con la frustración al igual que después, con los años, he aprendido a masticar las bofetadas del destino ante las cuales no hay más remedio que resignarse con dolor. Quizás por eso el día que murió mi padre y me pidieron un texto para la esquela, la última cosa que deseaba era pensar en versos y el único poema que quería hacer eran las coordenadas del lugar donde más feliz fui con él: asiento 1, fila 12, boca 247, puerta 102 del Gol Norte del viejo Camp Nou. Finalmente no lo escribí, sin embargo, como tampoco tuve ánimo de comer nada durante horas, exactamente igual que aquel vecino de asiento que envolvía de nuevo el bocadillo después de un disgusto, ya que quizás el futbol es en realidad una absurda lección de vida que nos permite intuir, de pequeños, aquello que tan bien definió a Albert Forns en un poema muy breve que no hablaba del Barça, pero sí de la vida: que el amor será estomacal o no será.