Este pasado martes cumplió noventa años el despacho donde me siento cada miércoles para escribir la columna de los jueves, también esta de hoy: el Bar Velódromo de la calle Muntaner con Londres, en el corazón del Eixample. El problema es que asistí a la fiesta sin regalo de cumpleaños, alegando que hacer regalos en los días que no toca hacerlos es el doble de mágico —ya que es doblemente inesperado y emocionante—, pero en realidad llevo desde ayer pensando qué regalarle a mi bar de cabecera y estoy vacío de ideas. La paradoja es que precisamente vengo a escribir aquí, siempre en la misma mesa arrinconada cerca del billar y puntualmente a las ocho de la mañana de cada miércoles, porque desde hace un año es entre estas cuatro paredes que todas las ideas fluyen, todavía no sé cómo, en un texto.

Lo remarco porque eso antes no era así. El año 2017, al darme cuenta de que estaba a punto de cumplir treinta años sin haber publicado nunca la novela sobre la caída de un campanario que desde los veinticinco llevaba incubando dentro de mí, pensé que sería buena idea reciclar la vieja máquina de coser Singer que tenía en la buhardilla de mi casa criando polvo, ponerle una madera encima, plantar el portátil, abrir el Word y redactar mientras con los pies yo iba moviendo el pedal. Entonces todavía vivía en mi casa, El Pla del Penedès, no publicaba en ElNacional.cat y mientras pedaleaba, buscando el adjetivo preciso o afinando la subordinada óptima, necesitaba escuchar música sin letra con el fin de crear un ambiente óptimo para la literatura. Algo de jazz, rock radical en euskera que no se entienda ni papa o incluso una lista de Spotify con obras de Wagner, a pesar de la siempre suculenta tentación de invadir Polonia al escucharlas. La clave era que ninguna palabra comprensible para mí me despistara y perforara mi mundo de ficción, no fuera que aquel Javier Marías de Hacendado al que ahora le daría una colleja se despistara.

Hoy, sin embargo, creo que ni con la máquina de coser cerca sería capaz de tejer el regalo que deseo escribir y no sé hacer, y eso que gracias al Velódromo ya hace tiempo que no soy aquel flipado lleno de pedantería y tampoco echo de menos la máquina de coser de mi bisabuela. En el último año, desde que me mudé a la Antiga Esquerra de l'Eixample, ha habido dos cosas que han cambiado para siempre mi manera de escribir. La primera de ellas es haber descubierto la literatura de Josep Maria Espinàs a raíz de su muerte, ya que me ha permitido entender que el oficio de escribir tiene un ruido concreto y que el clec-clec-clec en cada tecla es, para los escritores, un sonido tan natural como el del carpintero cuando clava clavos o el del lampista cuando cala la pared. La segunda, evidentemente, es haber entendido que no me hacía falta hacer la mudanza de la Singer, que pesa como un muerto, pues al lado de mi nuevo piso había el mejor bar de Barcelona en el cual escribir.

Ha sido en el Velódromo, pues, donde he comprobado que Espinàs —también un eixamplí ilustre— tenía razón en otra cosa: escribir en los bares, entre el runrún de las mesas llenas o el ruido de la máquina de café, es la mejor manera de absorber el ambiente del presente, aguzar el oído y convertir aquello que pasa en el mundo en aquello que quiero revivir en el texto. Si quiero que alguien lea esta columna mientras desayuna tomándose el cortado en el bar, la mejor manera de escribirla es haciéndolo a su lado, literalmente, mientras se echa azúcar y remueve la cuchara. Mimetizarme con estas paredes casi centenarias y su gente hasta llegar a ser palabra, vaya. Sentir que el bar te abraza y que tú, con él, abrazas el mundo, por eso me gusta entrar por la puerta del Velódromo en días como hoy, grises y fríos, y sentir dentro el confort del calor y del "bon dia!" del camarero que no sabe cómo me llamo ni a qué me dedico, pero que en cambio sí sabe que me tomaré un café corto nada más sentarme en la mesa y no pediré un bocadillo de fuet y una Vichy —sin limón, con un solo cubito— hasta una hora y media más tarde, que será cuando haya acabado el artículo.

Durante este tiempo, habrá aparecido la señora que siempre lleva sombrero y desayuna un zumo de tomate. O el señor Joan, que tiene un don innato para descubrir con vistazo rápido en qué mesa está La Vanguardia del día. U otro señor, también jubilado, a quien cada día a las nueve en punto le suena una alarma que lo avisa de tomarse las pastillas. También hay siempre un par o tres de empresarios de cincuenta-largos que han descubierto las New Balance, algún expat que desayuna huevos estrellados con zumo de naranja, esos hombres que siempre hablan de la guerra recordando que Negrín se sentó en estas mismas mesas por allí 1938 y cuatro señoras monísimas, quién sabe si viudas, que cada miércoles comentan qué ha pasado durante la semana en Com si fos ahir, se explican qué visitas al médico tienen próximamente y siempre, sin falta, acaban hablando del plato que cocinarán el domingo cuando vengan sus hijos o sus nietos.

Escucharlas es como ser oyente de un podcast hecho por personas mayores que en cada programa hablan un poco de lo mismo, pero mirándolo bien la vida es así, cíclica, por eso también yo escribo seguramente siempre el mismo artículo. Antes lo necesitaba escribir pedaleando una máquina de coser del año de la pera y ahora, en cambio, lo escribo en un bar que se llama como se llama porque su fundador, Manuel Pastor Boné, decidió fundarlo el año 1933 en el local que construyó delante de un velódromo que, por cierto, durante años había sido el campo de fútbol donde jugaba sus partidos el Barça, primero, y el Espanyol, después. Futbolero como soy, quizás es gracias a eso que en el Velódromo escribo tan a gusto, aunque más bien pienso que es porque escribir no deja de ser sinónimo de pedalear, con o sin máquina de escribir, y dar vueltas a una idea, un pensamiento o un instinto con el afán del ciclista que no se cansa de girar en círculos.

También yo hace una hora que doy vueltas mientras intento pensar qué regalo podría hacerle al Velódromo, pero en todo este rato se ha aclarado el día, ha salido un poco el sol, he visto como en dos mesas alguien se pedía un bikini y el olor del pan a la plancha con el queso fundido me ha recordado que el martes, en este mismo piso de arriba que siempre está cerrado, disfruté de una comida inolvidable a cargo del chef Jordi Vilà. Un Aniversario con birra rubia, si lo tuviera que titular de alguna forma, con croquetas de bikini trufado, ostras a la Ravigote, lasaña Rossini, capipota, arroz parellada de montaña, brandada de bacalao a la llauna y un par de Moritz 7 que me hicieron tan feliz como haber recibido, días atrás, la invitación para asistir a la fiesta de mi despacho y descubrir este Menú 90 Aniversario lleno de tradición, autenticidad y calidad.

El Velódromo es un poco eso, supongo, por este motivo he llegado a la conclusión que el mejor regalo que puedo hacerle tiene que ser tradicional como una carta y auténtico como esta confesión pública. Sobre la calidad, desgraciadamente él sabe más que yo, por eso a ojos de todo el mundo el Velódromo es merecidamente un restaurante icónico de Barcelona. Para mí, además, también es un refugio que amo tan particularmente que le deseo "que cumplas muchos más" con un brindis, evidentemente, pero a quien hoy quiero regalar una versión particular de mi poema preferido de Narcís Comadira, que se dice Aniversari amb margarides grogues, sobre todo ahora que el Diccionari de l’Institut d’Estudis Catalans ha aceptado birra. “Fa un any, només un any i et conec des de sempre”, dice el poema, “de la vida n'has fet un jardí de delícies:/ tenim mil anys encara, i aquestes margarides”. No tenemos flores, quizás, pero sí, es verdad: tenemos mil años todavía, Velódromo, y estas birras.