Mis amigos Jofre y Natal son fanáticos del grupo Metallica y todos los miércoles nos reunimos para comer en un local de Gràcia que tiene un nombre, L’ós panda, muy alejado de nuestro talante de sociópatas sin diagnosticar. Y allí, como buenos ositos de peluche, solemos hablar sobre la vida y sus milagros, y el pasado miércoles, discurriendo sobre Aznar, surgió una comparación muy acertada: confrontar a un estadista de talla con Aznar es como equiparar a James Hetfield, el vocalista de Metallica, con Leo Jiménez, el cantante del grupo Saratoga. Y allí, sentados ante un pollo al vapor, preparado con jengibre, cebollino y salsa de soja, Jofre y Natal se pusieron a cantar una estrofa de “Como el viento” con la misma voz que Leo Jiménez, un vocalista al que parece que le estén apretando el escroto cuando intenta subir a las cimas de un falsete.

Aznar huyó del poder con el rabo entre las piernas tras los 193 muertos del atentado de Atocha y los miles de víctimas colaterales iraquíes, y lo que parecía un muerto en vida resucitó gracias a la necesidad de la derecha extrema y la extrema derecha de encontrar un estadista, aunque pareciera sacado de un mercado de estraperlo. Porque, digámoslo claro, tanto de corteza como de miga, Aznar es como el pan negro de la posguerra, de textura desagradable y sabor amargo, y lleno de impurezas y sustancias nocivas. En otros tiempos, cuando el mundo era gobernado por estadistas de verdad, Aznar habría sido una mera flatulencia.

El día en que este señor presentó públicamente la FAES, todo el mundo con dos dedos de frente recordó su famosa imagen extraída en el rancho del presidente Bush Jr., con las piernas sobre la mesa como un verdadero sobrado. Y nadie, ni los más osados, tuvo la capacidad de predecir en qué se convertiría la FAES, una organización de talante golpista que ha transformado la democracia española en un campo de batalla guerracivilista. A Aznar —José Mari para los amigos— no solo le escuchan, sino que adoctrina, un fenómeno paranormal que demuestra la categoría moral de un país que está destinado a la mediocridad perpetua. Aznar, el gran estadista de la derecha, vive una segunda juventud, idolatrado por un franquismo sociológico que lo ha convertido en el oráculo del barrio de Salamanca, y para complacerles, se dedica a levitar por las Españas con un aura mesiánica. A pesar de los aplausos y la claque que le escoltan, su discurso sigue siendo plano, casi terraplanista, porque de estadista, Aznar solo tiene una pose aprendida en un libro del tipo Statesman for nerds. Y en inglés, porque Aznar no solo lo habla, sino que también lo entiende. Basta con fijarse en la forma como se sienta en un sofá colocado en medio de un escenario ante un público entregado para comprender su majestuosa magnificencia: las piernas cruzadas, un libro abierto sobre su regazo, unas gafas de pasta sostenidas con la mano derecha y, la guinda del bodegón, la pata de la varilla de las lentes colocada con delicadeza entre los dientes.

Si este estadista fuera consciente de su infertilidad intelectual, hace tiempo que viviría retirado en su casa de Marbella

El hombre con bigote sin bigote —así lo recordará la historia— cobra una pasta gansa por cada conferencia que da y siempre he pensado que no existe una manera más miserable de tirar el dinero a la papelera que invitar a este político, prefabricado, por cierto, por un lobo con piel de lobo llamado Miguel Ángel Rodríguez —MAR para los amigos—. Aznar fue un invento de este asesor con pinta de portero de discoteca, que ha encontrado en Isabel Díaz Ayuso un nuevo juguete para llevar a cabo sus perversiones ideológicas. Lamentablemente, MAR es un magnífico profesor, si nos atenemos a los éxitos políticos de dos inútiles como Aznar y Díaz Ayuso, dos líderes que representan a la perfección la mediocridad del estadismo moderno.

“Hagan lo que puedan, pero háganlo”, dijo Aznar cuando decidió asaltar el Palacio de Invierno del Sanchismo. Él, que siempre ha defendido que en política lo importante es el qué y nunca el porqué, ha decidido poner en práctica uno de sus sueños húmedos de juventud: convertirse en un salvapatrias, y que se le recuerde como un Mío Cid Campeador del nuevo milenio. No hace demasiados años, cuando era un mero presidente de Castilla y León, una comunidad autónoma inventada por una ley orgánica, la del café para todos, llamada LOAPA, apareció vestido de Mío Cid Campeador en las páginas de un semanario de tirada estatal, reportaje que es fácil de encontrar en la basura de Google. Con una armadura y una espada de alquiler, a ese botarate le faltaba altura, le sobraba bigote y a su complexión le faltaba la musculatura que, años más tarde, ganó sometido a las leyes de la vigorexia.

 Aznar es esto. Un político incapaz de ver su mediocridad por culpa de la ciega incompetencia del rebaño de borregos que acarician sus sueños de grandeza. Lana española, más áspera que el tornillo que ajustaba la argolla del garrote vil, y que abriga hasta la asfixia todo lo que envuelve. Si este estadista fuera consciente de su infertilidad intelectual, hace tiempo que viviría retirado en su casa de Marbella. La magnitud de la tragedia es que se cree James Hetfield, el vocalista de Metallica, cuando, en la práctica, es un cantante de ducha fría, un Leo Jiménez del tres al cuarto. 

Hoy, que estoy volando hacia la FIL de Guadalajara, agradezco alejarme de este Darth Vader de pacotilla, aunque sea a la distancia de un océano y de cinco días. Y agradezco a Carles Nin, mi vecino de asiento y director de investigación y desarrollo del Grupo Bimbo, que me haya dejado su wifi para adentrarme en la vida de José Mari, el hombre que quiso ser el primer rey republicano de la monarquía española.