Sí. Hablo también de diez años atrás, de cuando un Tribunal Constitucional incompleto, con miembros más que caducados, decidió poner el sello de credibilidad jurídica a las razzias políticas del PP. Hablo de cuando un PP en rebeldía, a la caza de adeptos, recogía por todo el Estado firmas contra el Estatut de Catalunya. Hablo —porque conviene no olvidarlo— de cuándo se pedía el DNI y el garabato en la hoja "contra los catalanes", porque, tanto entonces como ahora, la catalanofobia es cultivo de invernadero que da votos al integrismo de la infrapolítica. Lo mismo daba que quien estaba en las mesas petitorias defendiera —y obtuviera— para el Estatuto de su comunidad autónoma los artículos íntegros del texto del Estatut de Miravet. Lo mismo daba que lo que ponía en cuestión ya había sido aprobado TRES veces.

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, de buen talante y promesa fácil, y el jefe de la oposición al Parlament, Artur Mas y Gavarró, habían allanado el camino de los recortes pactando una fórmula de "consenso" con respecto a la afirmación de Catalunya como nación, y su financiación. (Como todo buen inicio de tragedia, en este episodio también hubo su contrapunto ridículo: se tuvo que repetir la foto del acuerdo porque en la primera toma no salía Duran y Lleida). Mucha gente, ya entonces, pensaba que no se tenían que utilizar las cizallas como se estaba haciendo: en Barcelona tuvo lugar el 18 de febrero del 2006 una multitudinaria manifestación contra los recortes en el Estatut.

Una vez más, las manifestaciones en las calles y los políticos en gobiernos y Parlamentos no iban a la una, el Estatut "fue cepillado" (como el presuntuoso Alfonso Guerra decía tronchándose de risa) hasta dejarlo anémico en derechos y discapacidad total en igualdad. Su preámbulo —que en el Parlament defendió el comunista Jordi Miralles— fue privado de valor jurídico, y el concepto "nación" quedó reducido a símbolo. La sentencia del Tribunal Constitucional no podía ser más clara:

«La Constitución no conoce otra nación que la española». Una línea y 881 páginas que hipervitaminitzaron el independentismo. Por más que quisieran embaucar al personal con abalorios, y toleraran licencias poéticas —pactadas— allí dónde no hacían ningún daño, no conseguían disfrazar el alma airada de conquistador sin ultramar, que retorna a puerto con el derecho de autodeterminación atado de pies y manos.

Si el Tribunal Constitucional (o, ya que estamos, también el Supremo) fueran respetables de verdad, no necesitarían ni siquiera, nunca, pedir respeto

El alboroto que se fue levantando contra la sentencia hizo que María Emilia Casas, máxima figura entonces del Constitucional, se pusiera seria. En una conferencia en el Club Siglo XXI denunció la "desproporcionada e intolerable campaña de desprestigio emprendida desde ciertos sectores políticos y mediáticos" hacia el Tribunal que entonces presidía. Ante la "irracionalidad" de todo, según su opinión, pedía respeto. Y tanto entonces como ahora me cuesta mucho creer en su sinceridad.

La presidenta del Tribunal Constitucional pide respeto. ¿El respeto de quién? ¿De a quien el Tribunal Constitucional no respeta? ¿Respeto, para qué? ¿Para que en lugar de comportarse como una institución seria puedan jugarse con dados marcados el Estatut? ¿Respeto para quién? ¿Para unos magistrados con cargo expirado hacía años y que seguían aferrados a sus butacas por el bien del integrismo político? Respeto para que nadie interfiera en sus "favores" a los amigos de las gaviotas y un "bipartidismo" bien alineado a la derecha. (De hecho, el primero que declaró el "respeto" que reclamaba la Sra. Casas a la sentencia que no nos dejaba salir de una Transición mal pactada fue Rodríguez Zapatero).

Lo que no había aprendido entonces el Constitucional (y, por el camino que lleva, no aprenderá nunca) es que el respeto no se impone ni por jerarquía ni por mandato constitucional. No se puede jugar durante años con lo que aprueban dos parlamentos (DOS, el catalán y el español), con lo que vota el pueblo de Catalunya, ni deshojar una margarita envenenada para, en la última fase de la farsa, después de una sentencia injusta y cuando ya se hace imposible creer en su rigor y competencia, pedir respeto.

El respeto lo tendrían que haber tenido ellos por un pacto político entre dos gobiernos. El respeto lo tendrían que tener los guerreros con puñetas y sin antifaz por la historia. El respeto lo tendrían que tener ellos, siempre, por la soberanía popular. (Por cierto, ¿no les recuerda la irracionalidad de la sentencia del TC de hace diez años la del Supremo de octubre del 2019?)

El respeto, como diría la madre de Forrest Gump, lo recibe quien es respetable. El respeto que pedía el Tribunal Constitucional empieza donde lo hace la misma fuente del respeto: en el respeto a los demás... y respetándose a uno mismo. Por eso mismo si el Tribunal Constitucional (o, ya que estamos, también el Supremo) fueran respetables de verdad, no necesitarían ni siquiera, nunca, pedir respeto.