El próximo domingo será día de elecciones. La noche anterior, el Barça tiene una cita en el Camp Nou con el Levante y en el minuto 17.14 la grada estallará en un sonoro y potente clamor reivindicativo de independencia. Salvo la ANC y Òmnium, que en los diez últimos años han movilizado a miles y miles de personas por lo menos una vez por año, el Barça sigue siendo la única institución que es capaz de movilizar entre 60 y 96 mil personas cada quince días o incluso, si la ocasión lo vale, dos veces por semana. El fútbol en este país tira mucho. No es el nuevo opio del pueblo, estirando de un hilo clásico que algunos progres aplican a la religión. Es, sencillamente, un fenómeno social que, a pesar del comercio mundial de jugadores, todavía es un refugio de identidades muy definidas.

La primera vez que se oyó el grito de independencia en el estadio fue la noche del 19 de septiembre de 2012, en el minuto 80, cuando Messi marcó el tercer gol del Barça, consiguiendo el 3 a 2 final y una soberbia remontada contra el Spartak de Moscú. En cualquier otro momento, los culés habrían gritado “Messi, Messi, Messi”, pero los miles de aficionados blaugrana aprovecharon el estreno del Barça en la Champions, y el eco mediático del acontecimiento, para alzar la voz con el clamor de libertad. Desde entonces los gritos independentistas se convirtieron en habituales durante el simbólico minuto y los segundos que se convierten en ese 1714 de aciaga memoria. Ahora, además, a continuación también resuenan los gritos pidiendo la libertad de los presos políticos. Aquellos presos que ahora hay medios que denominan “independentistas” para ahorrarse la recriminación oficial que ha prohibido utilizar la expresión “presos políticos” en los medios públicos. No sé qué es más fuerte, porque denominarlos “presos independentistas” tiene una connotación política innegable. La persecución por motivos políticos es todavía más evidente.

En Catalunya todas las teorías políticas sobre la evolución de la participación electoral pecan de parcialidad

La politización de los ciudadanos en Catalunya es elevadísima. El número de indecisos que indican las encuestas —las que siempre yerran, por cierto— no significa que los que dudan sean abstencionistas. En Catalunya todas las teorías políticas sobre la evolución de la participación electoral pecan de parcialidad. Tienen algo de tendenciosas. Han querido demostrar que una baja participación electoral había favorecido la longevidad del pujolismo, en un intento deslegitimar la democracia catalana. Esta teoría se fue a pique cuando José Montilla se convirtió en el candidato del PSC-PSOE a la Generalitat de Catalunya y obtuvo un resultado electoral peor que Pasqual Maragall, miembro del sector catalanista de los socialistas catalanes. Montilla fue presidente gracias a ERC, que hizo una lectura etnicista de esta opción, cicatrizante de una división imaginaria entre catalanes,  y que anteriormente ya habían utilizado los “capitanes” del PSC —quienes, sea dicho de paso, hoy son los que mandan en el partido— para achacar a los “burgueses” del partido (las grandes familias al estilo Maragall o Nadal) las derrotas anteriores. Los “capitanes” acusaban a los catalanistas de connivencia con el pujolismo por una cuestión de catalanidad y de clase. El autoengaño, a pesar de que quedó desmentido en 2006, todavía sirve de argumento a Ciudadanos y PP, que son los dos partidos que más recurren a los orígenes de los votantes de Catalunya. Movidas por instintos primarios, Arrimadas y la marquesa de Casa Fuerte tienen necesidad de marcar territorio en todo momento. Cayetana Álvarez de Toledo protagonizó un diálogo con Jordi Basté sobre con qué lengua lo entrevistaría que demostró hasta qué punto se puede llegar a ser étnico en el razonamiento. Basté cedió ante los argumentos de la españolista y le formuló las preguntas en castellano, y después la Marquesa —casada durante 15 años con el catalán conde de Güell— le “pagó” la concesión con un video manipulado.

Alastair Campbell, el periodista y asesor político que ayudó a Tony Blair a llegar al poder en 1997, recientemente reflexionaba sobre las manipulaciones de los políticos conservadores británicos en un largo artículo publicado en The Independent, el diario próximo a los LibDem. Campbell señalaba en el título de su artículo al culpable de las mentiras sobre el Brexit que había soltado en Japón el ministro de Exteriores tory, Jeremy Hunt. En “Jeremy Hunt's new Brexit lies are playing Bannon's game, and driving British politics into the shadows, Campbell apunta al empresario y antiguo asesor de Donald Trump, Steve Bannon. ¡Qué fácil es acusar a los otros de las sombras que tú mismo alimentaste, antes de que Bannon fuese conocido, sin ningún tipo de escrúpulo! ¿Fue Bannon quien mintió sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, lo que provocó la guerra? ¡No! Las fake-news de entonces las cocinaron, precisamente, gente como Campbell. ¿Quién mintió sobre las consecuencias de la independencia de Escocia para derrotar a los soberanistas? David Cameron y Ed Miliband. Conservadores y laboristas se unieron en la campaña “Better Together” [Mejor juntos], conocida entre los unionistas como “Project Fear” [Proyecto miedo], que fue tan tramposa como las mentiras que difundieron los brexiters para ganar el referendo anti UE. El conservadurismo está por todas partes, hasta el punto de que la derecha radical ha accedido a la cúpula de los antiguos partidos liberales y conservadores, sencillamente porque los primeros que introdujeron las mentiras en la política fueron los partidos socialistas. Aún duele la foto del trío de las Azores. En la crisis española ha ocurrido algo parecido, con Aznar —una de los tres personajes en esa foto— como el padrino de la extrema derecha.

Los siete días que faltan para acudir a las urnas van a ser muy importantes. Dicen los articulistas de la moderación, los que razonan como Bannon a pesar que lo critiquen, que los dos debates programados para esta semana entre los cuatro partidos estatales serán decisivos para decantar a los indecisos. Los partidos del establishment español se pelearan por la cuestión de Catalunya. Vomitarán barbaridades contra el independentismo y los presos. Competirán para demostrar quién es mejor español y más españolista. Y aún siendo los protagonistas, los representantes políticos del independentismo no participarán en esos debates. No les han invitado. ¿Qué democracia es esta? Ya lo sabemos. Es una democracia a la turca. Mientras tanto, en el Camp Nou, la noche anterior a las elecciones, ni ellos ni nadie podrán evitar que en el minuto 17.14 los aficionados griten en favor de la independencia y por la libertad de los presos. De los presos rehenes. Esos aficionados no lo olvidarán cuando al día siguiente vayan a votar.