En una entrevista para El Mundo publicada el pasado domingo, el expresidente del gobierno español, Mariano Rajoy, opinaba, sin pelos en la lengua, sobre el efecto en el independentismo de la represión. Se reivindicaba y se sentía orgulloso de su actuación respecto del referéndum del 1-O y de la aplicación del artículo 155. Rajoy aseguraba, además, que si los independentistas “ya no hacen nada”, es gracias a su gestión con mano dura del conflicto y no por el supuesto diálogo entre el PSOE y ERC: “Estos no hacen nada porque saben qué les pasa si lo hacen”, declaraba abiertamente. El partidismo no cesa ni para agradecer al PSOE haber jugado el papel de cómplice de la represión. Que la represión ha repercutido en la actuación de algunos partidos catalanes, especialmente en ERC y el PDeCAT, es innegable. No hay efecto sin causa. El afán “normalizador” del partido republicano arranca, como quien dice, al día siguiente del fracaso del 27-O. El giro fue total, con una amnesia autoprovocada sobre sus responsabilidades anteriores que da grima. Descargar sobre ERC todas las culpas también sería exagerado. Los errores de juicio en aquel momento, para empezar, la incapacidad de todo el mundo para calibrar hasta qué punto el Estado estaba dispuesto a reprimir por la fuerza a los independentistas, fueron compartidos por Junts, Òmnium y la ANC. No solo se equivocaron los partidos, por lo tanto. Las organizaciones de la sociedad civil contribuyeron a generar un ambiente “buenista” impropio de una confrontación de la trascendencia como era intentar separarse de un estado con una gran tradición autoritaria.

Durante años, de hecho, durante todos los años del régimen del 78, el catalanismo autonomista quiso aparentar que las cosas iban bien. Incluso muy bien, en la línea de lo que ahora defienden desde La Vanguardia o desde otras plataformas los articulistas de guardia del retroceso. El afán normalizador ha provocado que reaparezcan los clásicos de toda la vida del memorial de agravios catalanista: lengua, déficit fiscal e infraestructuras. Hemos jugado al juego de la oca y cuando estábamos a punto de llegar a la casilla sesenta y tres, caímos en una de aquellas casillas especiales que ha hecho que retrocedamos hasta el principio. El entorno intelectual y periodístico más propiamente de ERC ha “aprendido” la lección y propugna, instalado en la comodidad de los cargos autonómicos que tanto anhelaban en otro tiempo para hacer lo que jamás se atrevió a poner en marcha el pujolismo, que hay que replegarse. La segunda corona de articulistas que hoy apoyan la estrategia de Esquerra porque es la misma que defienden Fomento, en manos del aliado pequeño de los convergentes, y La Vanguardia, son más osados y bestias, porque atribuyen al independentismo que se haya despertado un españolismo feroz. Es el mismo argumento que ha utilizado la exalcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, al atribuir al soberanismo catalán el “surgimiento” de la extrema derecha en todo el Estado. Es una reacción y una consecuencia provocadas por los independentistas, ha dicho. Que esto lo declare una señora que en 1977 vivió —y sobrevivió, gracias a un azar— el atentado terrorista de Atocha es realmente insultante. La extrema derecha no ha desaparecido nunca de la política española. Durante años se refugió en el PP, como es evidente si se repasa la biografía de los fundadores y de muchos de los actuales dirigentes de Vox. Endilgarle al independentismo incluso el asesinato de Kennedy sería una absurdidad. Tan surrealista como afirmar que el 15-M y la creación de los partidos populistas Podemos y Más País, además del rebrote del nacional-comunismo encarnado por Yolanda Díaz, ha sido la semilla de la extrema derecha en Madrid y la causa del ascenso de su presidenta Isabel Díaz Ayuso.

La primera vez que nos engañan la culpa no es nuestra, sin embargo, la segunda vez será siempre nuestra

La estrategia del independentismo tiene que repensarse. Pero el retorno al peix al cove a todas luces no funciona. Lo defienda Gabriel Rufián con el apasionamiento que antes acusaba a los “tibios” de vendidos, o bien lo defienda Ximo Puig en Tribuna Barcelona junto a Miquel Roca i Junyent, paladín de otra era. A Rufián ya le tomó la medida el malabarista Iván Redondo. Ahora es el ministro Félix Bolaños quien le toma el pelo con un pacto sobre las “cuotas” lingüísticas en las plataformas audiovisuales que al final ha resultado que era mentira. Ustedes ya conocen aquel proverbio árabe que resume muy bien que la fatalidad a menudo nos la imponemos nosotros mismos. La primera vez que nos engañan la culpa no es nuestra, sin embargo, la segunda vez será siempre nuestra. Como las calles, si quisiéramos. El PSOE ya ha engañado a los republicanos, no una vez, o dos, sino unas cuantas más. El problema de Esquerra es que no puede gobernar si no se alía con Junts, que a veces parece que sea su hermano siamés y otras el polo opuesto. Sobre todo, cuando los independentistas son coherentes y denuncian que, si desde Madrid no protegen el catalán, ¿quién puede creer que pactarán un referéndum y decretarán la amnistía? De ahí el interés de los medios afines a Esquerra para presentar a Junts como un grupo sumido en las polémicas internas. Realmente no es tan así. ¿Alguien puede pensar de verdad que Joan Canadell pronunció el discurso crítico que soltó desde el atril del Parlament el día del debate de los presupuestos sin que Jordi Sànchez y Albert Batet supieran lo que iba a decir? Es imposible. Es más, los dos habían leído anteriormente el texto. Otra cosa es que los consellers de Junts no aplaudieran la intervención de Canadell por respeto institucional al presidente. Me parece muy sano que no lo hicieran. Al fin y al cabo, los consellers se deben al president. El partido no.

El españolismo quiere aprovechar la actual fase de desconcierto para rematar la faena. ¿Es que la propuesta de ampliación del aeropuerto, presentada sin el consenso de la Generalitat, se lanzó porque sí? Había que endosar al independentismo la resistencia a la renovación de las infraestructuras obsoletas. Así se libera al estado de la responsabilidad que lleve mil años penalizando el aeropuerto de El Prat o que mantenga la Renfe en un estado catastrófico o bien que no construya el corredor mediterráneo. Se trata de repetir una y mil veces, para que cale en la sociedad, que la crisis de las infraestructuras es, naturalmente, de los independentistas que rehúsan una inversión de Aena que era tan tramposa como millonaria. La polémica no ha durado mucho porque los republicanos, con gran pena por parte de sus aliados antinaturales (Foment, La Vanguardia y el Círculo de Economía), se opusieron al proyecto. Un sector de Junts, no el que representa el consellers Giró, se entusiasmó con el caramelo envenenado de la ampliación, pero nadie los alabó, porque ahora no toca. El ataque a la inmersión lingüística es una nueva versión de una película que ya hemos visionado unas cuantas veces. La diferencia es que en estos momentos la defensa del modelo no cuenta con el apoyo del partido socialista, que fue en parte su inventor, y encuentra al independentismo en una crisis post 2017 que el españolismo quiere aprovechar para avanzar posiciones. El riesgo de la manifestación convocada por Òmnium el día 18 es que no consiga congregar a la multitud de otras épocas. Este sí que puede ser el efecto del desencanto independentista, en especial después de que el Tsunami Democràtic consiguiera la adhesión de trescientas mil personas en poco más de una semana y que alguien lo abortara unilateralmente. Los políticos harían bien de recordar el proverbio árabe que he mencionado arriba. En caso de olvidarse del consejo, acabarán mal.