El 26 de enero, una fecha que trae malos recuerdos a los catalanes porque es el aniversario de aquel 26 de enero de 1939 que acabó con la caída de Barcelona a manos de los insurrectos franquistas, el exvicepresidente del gobierno español y exlíder del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba hizo unas declaraciones inquietantes en Onda Cero. El llamado “Fouché español”, que fue portavoz del felipismo en los años más oscuros de la corrupción, los GAL, el caso Roldán y la crisis económica, soltó por la radio que “lo que quieren los independentistas es que el Estado les quite Puigdemont de en medio”. Estoy seguro de que algunos supuestos independentistas también lo desean y están dispuestos a pactar con el Estado eso y mucho más, por ejemplo la salvación personal. Pero esa no es la cuestión que me preocupa ahora. Lo que me preocupó en serio es que Pérez Rubalcaba se mostró convencido de que “el Estado lo hará, pagará el coste [...] Ahora lo que estamos discutiendo es qué coste pagamos para que Carles Puigdemont no sea investido presidente de la Generalitat”. “¡Rayos y centellas!” —gritaría escandalizado el capitán Haddock—. Así pues, el PSOE se apunta al golpe de estado perpetrado por el PP por la vía judicial. Por lo que se ve, los socialistas están dispuestos a sacrificar la democracia.

Pérez Rubalcaba, que sigue siendo una persona influyente aunque esté en horas bajas, también aconsejó al ejecutivo español que fuera “habilidoso” en su estrategia para que el descrédito del Estado no sea muy alto. Los políticos españoles, cuando no actúan como Franco y entran en la capital catalana por la Diagonal montados sobre los tanques del ejército nacional, se fijan en el conde-duque de Olivares cuando quieren reprimir sin que se note el cuidado. El dirigente socialista yerra en su argumento, puesto que el descrédito de España cada día es mayor en la Europa democrática, que no alcanza a todos los Estados de la UE, como es evidente. Del mismo modo que “las calles serán siempre nuestras”, el autoritarismo es de los euroburócratas y de los Estados que no tienen ningún reparo en violentar los derechos políticos y civiles de la oposición, como ya está ocurriendo en Hungría, Polonia, Chequia o Rumanía. Los partidos españoles, sean del signo que sean, los tradicionales (PP y PSOE) o los de la nueva extrema derecha (Cs), no se andarán con remilgos si de lo que se trata es de destrozar la democracia en aras a defender un bien que consideran superior, que es la unidad de la patria. La equidistancia de Podemos es la anestesia que la UE ya aplicó a la gran esperanza que era su homólogo, el griego Alexis Tsipras.

La normalidad democrática reclama que el Parlament siga siendo soberano. Y si no tiene que ser así, mejor lo cerramos antes de que nos los destruyan por la vía de la injerencia externa

Y sin embargo, de vez en cuando alguien recupera la cordura. No esa cordura que propugnan Ramon Espadaler y Joan Tardà, ahora que a los dos les estorba Carles Puigdemont y propugnan “sacrificarlo”, sino aquella que se fundamenta en la justicia justa de verdad. El Consejo de Estado dio una mala noticia a los partidarios de vulnerar el Estado de derecho, aunque el TC se haya querido erigir en Mesa del Parlament al interpretar quién puede y quién no puede ser elegible como president de la Generalitat. El acoso judicial contra Carles Puigdemont es inmenso, pero también es inmensa la fortaleza del Grupo Parlamentario que le apoya, JuntsxCat. Solo ellos pueden reclamar la representatividad de Puigdemont. El presidente del Parlament ha convocado el pleno de investidura para el próximo martes, día 30, y el TC no lo ha suspendido. Por lo tanto, adelante. Estoy seguro de que el Molt Honorable Roger Torrent hará honor al tratamiento de su cargo y no se echara para atrás. La normalidad democrática reclama que el Parlament siga siendo soberano. Y si no tiene que ser así, mejor lo cerramos antes de que nos los destruyan por la vía de la injerencia externa.

Carles Puigdemont tiene el derecho —y el deber, porque así lo proclamó en campaña— de intentar la investidura. Ese día deberá dirigirse a la nación para explicar cuál será la hoja de ruta de los próximos meses. No se trata tan sólo de que explique cuál será el programa de Gobierno para los cuatro años de la nueva legislatura, cosa que ya se está pactando con la CUP y ERC, sino de que Puigdemont aproveche la oportunidad para explicar al país, a la nación de los catalanes, qué prevé que ocurrirá en los próximos meses desde el realismo, que pasa por aceptar que el Estado está dispuesto a hacer, sin ningún tipo de complejo, lo que dice Pérez Rubalcaba que hará. Esta partida será larga, pero hay que jugarla con inteligencia en vez de actuar estimulados por la típica testosterona masculina. Dejemos a un lado la apelación a las 155 monedas de plata de quienes nos obligaron a chocar contra las rocas con su irresponsabilidad, porque hoy en día ya sabemos que el miedo les ha acobardado. Los que antes se mostraban muy gallardos, ahora se esconden. No cabe reprocharles nada, porque la culpa de que el miedo haya vuelto en Catalunya es de los que amenazan a todo el mundo, como explicaba Jordi Barbeta (por cierto, bienvenido y feliz regreso) en su primer artículo en El Nacional.

Los soberanistas que aspiran a ganar deberían evitar las declaraciones vacuas. En todo caso, debemos reclamarles que sepan actuar con acierto para convertir esta nueva fase del combate por la soberanía en un infierno para los unionistas y los pusilánimes. Defender la democracia, y hacerlo sin caer en los tics autoritarios que muestran Pérez Rubalcaba y Soraya Sáenz de Santamaría —porque en este sentido “tanto monta monta tanto Isabel como Fernando”—, es lo que proporcionará credibilidad a un soberanismo que tiene el apoyo de dos millones cuatrocientas mil personas. No pueden decepcionarlas si quieren acabar el trabajo que arrancó con las consultas populares de 2011, siguió con los referéndums del 9-N de 2014 y del 1-O de 2017 y culminó con una inapelable victoria electoral el 21-D, con Carles Puigdemont como emblema de los partidarios de la restauración de la legitimidad republicana que derrocó el tripartito del 155. La obediencia a una autoridad que no está avalada por legitimidad de las unas es una pesadilla, afirmaba, si no recuerdo mal, Simone Weil. Esto ya ocurrió en la Europa negra de los años 30. Puigdemont es hoy un ejemplo de esos políticos que son capaces de pagar un coste personal muy alto con tal de preservar la democracia. Es la actitud contraria a la de Pérez Rubalcaba y a la de su versión catalana, Miquel Iceta.