En España se ejerce la censura, como en Turquía. El último caso es realmente esperpéntico, porque responde a los cánones de lo que conocemos como posverdad. Cualquier cosa es posible en un contexto en el que la objetividad de los hechos —y comprobar su veracidad— es menos importante que el impacto de un relato, sea cierto o no, y la difusión social de sus efectos, en especial la creación de tendencias de opinión. Pongamos un ejemplo. “Los gais son pederastas”, aseguran los homófobos, sobre todo para oponerse a las adopciones por parte de parejas homosexuales o para rechazar el matrimonio gay, compartiendo fobia con muchos católicos. Les da lo mismo que una afirmación como esa sea una imbecilidad absoluta y que no sea verdad, basta con difundirla como una mentira “emotiva”, porque afecta a las emociones y a las opiniones personales por encima de la objetividad, para que la posverdad se ponga en marcha. Para constatarlo no es necesario trasladarse hasta los EE.UU. y recurrir a una de las típicas salidas de tono de Donald Trump. En España ya hace tiempo que la técnica de la posverdad funciona aplicada a los gitanos, a los inmigrantes o a las minorías nacionales internas. 

Santiago Sierra, el artista madrileño autor de la obra Presos políticos en la España contemporánea, denunció la censura de la feria Arco2018 por sus casi setenta de retratos allí expuestos atentaban contra la posverdad que se quiere imponer desde las esferas gubernamentales de España. Y digo España porque no sólo la impuso Ifema (la Feria de Madrid que rigen la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento de Madrid, la Cámara de Comercio e Industria y la Fundación Obra Social y Monte de Piedad de Madrid), sino porque la han apoyado tanto el PP como el PSOE y Cs. Se ha censurado la obra de Sierra porque demuestra lo que la misma obra denuncia; “el clima de persecución que estamos sufriendo los trabajadores culturales en los últimos tiempos” –en palabras del propio artista. Y es que la pieza de Santiago Sierra, convertida en la voz de los presos políticos españoles, entre ellos Jordi Sànchez y Oriol Junqueras, fue retirada para no estropear el relato oficial de que en España no hay presos políticos. Y eso a pesar de que entre los presos retratados no había ninguno de ETA, si es que no damos por cierta aquella otra posverdad que se resumía en “todo es ETA” y lo aplicamos a los ocho miembros del grupo ecologista Solidari@s, que sabotearon las obras del embalse del río Irati en 1996, a los siete miembros de la organización vasca Segi y a los dirigentes del diario Egin.

El poder está poniendo en peligro la libertad en todas partes. La posverdad pone en peligro la democracia porque se ha convertido en una rutina normalizada

El argumento de los organizadores de Arco2018 para no exhibir esta obra, que por lo que parece ya ha sido vendida, fue “evitar polémicas”. Cuando el arte deja de provocar polémicas es que se ha banalizado o simplemente es que se ha convertido en una extensión del poder. En España es evidente que el conflicto catalán está domesticando al mundo intelectual, que asiste impasible a la destrucción de la democracia catalana y española, como la mayoría de la prensa que se edita en Madrid y en Barcelona, transformada en correa de transmisión de lo que se les dicta desde el poder. Una actitud sumisa que es exactamente la contraria a la que tomaron The New York Times y, sobre todo, de The Washington Post ante los llamados “informes del Pentágono” según la película The Post. Los diarios han dejado de ser los “archivos de la historia”, que es lo que proclama Robert McNamara en una de las escenas más brillantes de este film. He observado que muchos periodistas españoles babean con esta película, si bien a menudo dirigen o trabajan en diarios que se han convertido en los arietes de las posverdades que difunde el gobierno español y la Fiscalía sobre el referéndum del 1-O o la proclamación de la República Catalana. Y no digamos sobre los presos. Un periodista —catalán, por cierto— incluso me habló de traición a España para justificar la represión y las mentiras que publica el diario para el que escribe. Es bonito deleitarse con la ficción para así olvidar la realidad. Es la actitud del alcohólico.

El poder está poniendo en peligro la libertad en todas partes. La posverdad pone en peligro la democracia porque se ha convertido en una rutina normalizada. En España la lucha contra el terrorismo justificó muchas barbaridades que deberían haber escandalizado a los defensores de todas las causas menos de las que tienen cerca, como son los actores, los escritores, los cantantes o los periodistas. Lo que está pasado hoy en día en España es muy bestia. Recuerda a lo que pasaba en otras épocas. Negar la existencia de presos políticos en España sería tanto como negar que los EE.UU. disponen de una prisión inmensa en Guantánamo donde tienen detenidas, sin ningún tipo de garantías, a cientos de personas. Parece que todo vale si va acompañado de la interpretación torticera de una ley. En un viaje reciente a Lisboa, escuché a un profesor de Relaciones Internacionales —cuyo nombre deseo olvidar—, soltar una gran sandez refiriéndose al conflicto Catalunya-España: que entre la libertad y la ley, siempre debemos optar por la ley. Me quedé tan helado, y conmigo todo el público, que no osé ponerme a chillar que aquel hombre era un fascista. El marco académico no se  prestaba. Mi único recurso para demostrar mi protesta fue negarme a cenar con el mencionado profesor. La sorpresa de todos los catalanes que habíamos asistido al acto fue que él ya había tomado la misma decisión. Se fue sin despedirse. Quizás es que sintió vergüenza o quizás es que hablarle de la libertad y defenderla en una universidad debió parecerle tan provocador y polémico como exponer un cuadro sobre los presos políticos en una feria de arte.

Lo mejor es que los organizadores de Arco2018 exijan para la próxima edición que los artistas expongan una colección de estampillas. Se ahorrarán las polémicas que también evitan los periodistas y los profesores. La mentira tiene que ser un perfecto simulacro de la verdad si es que se quiere engañar a todo el mundo. Si se detecta el engaño, todos los demócratas tendrían que optar para denunciar la impunidad —ahora sí, terrorista— de los defensores de la posverdad.